He dedicado buena parte de mi
existencia a las aulas, a los libros, a los estudiantes y al
conocimiento, y créanme que puse mi juventud y mis fuerzas al servicio
de las instituciones que me abrieron sus puertas, en especial mi casa,
la Universidad de Los Andes. Tan es así, que todavía sigo en eso a pesar
de ser ya personal jubilado, y que muchos se marcharon en busca de
otros derroteros más rentables (aquí o en el extranjero). Me he paseado
en los distintos niveles: pregrado, especialidad, maestría, doctorado y
postdoctorado, fui decano electo de mi facultad, he publicado libros
del área, y eso me permite una visión crítica de cierta amplitud (no
exenta de perplejidad) frente a la grave problemática universitaria.
Cuando en la década de los 80 Ernesto Mays Vallenilla publicó su celebrada (y criticada) tesis, El ocaso de las universidades,
causó conmoción y los coletazos de la misma produjeron remezones que se
adentraron incluso en toda la década siguiente. Nunca pensó el
recordado filósofo y gerente universitario que sus palabras serían
premonitorias de lo que vendría muchos años después, al punto de
convertirse en proemio de una crisis que socavaría con espanto las bases
de una institución sólida, dinámica y prospectiva como la universidad
venezolana.
Por ser plural por definición, la
universidad era caldo propicio para la discusión ideológica, al punto de
convertirse en auténtica cantera de ideas de ultraizquierda y de
ultraderecha (sobre todo de la primera), que se enfrentaban a muerte, y
que germinaron hasta patentizar en experimentos que a la larga dieron al
traste con la débil democracia (que pensamos de manera ilusa que estaba
consolidada). De más está decir, que no culpo en modo alguno a la
institución por las consecuencias de todo aquello, ya que ella abrió sus
espacios para el discernimiento, para el debate (trasformado en
diatriba), para el cotejo de los pros y los contras de unas y de otras
trincheras como le correspondía.
No debe
extrañarnos, por consiguiente, que figuras como la del Che Guevara
tapizaran hasta la náusea las paredes de muchos recintos universitarios,
mientras que la de un Jorge Luis Borges, por ejemplo, se viera
vilipendiada al extremo de negársele el Doctorado Honoris y Causa (que antes, durante y después se ha repartido de manera inusitada a gente con menores credenciales).
La
universidad de hoy está herida en su esencia: con muchas dificultades
realiza las tareas que por ley tiene encomendadas. Los pronósticos más
conservadores calculan una diáspora estudiantil y profesoral que
sencillamente produce vértigo. Tal vez tres cuartas partes del talento
humano universitario emigren a otros lares en el corto plazo, dejando un
vacío y unas secuelas imposibles de zanjar. Llega la crisis a la
universidad en momentos en los que su liderazgo luce agotado, al estar
cerradas las posibilidades de elecciones que le insuflarían nueva savia,
ideas y mayores ímpetus. Las autoridades y los decanos ya tienen varios
períodos vencidos, y no se vislumbran posibles cambios.
El
temido ocaso de las universidades del que nos hablaba el incisivo
Ernesto Mays Vallenilla con su denso lenguaje, tal vez no sea ya en las
actuales circunstancias del país el introito de un largo proceso
des-estructurador, como pensábamos hace décadas para calmar la
conciencia, sino el triste epílogo de lo fue y ya no es; de lo que pudo
ser y “por ahora” ya no está a nuestro alcance.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com