El desarraigo no es cuestión fácil, sobre todo si se sopesa en su justa
dimensión humana, que no se quedan solo las cosas de un lado (o lo
material, que también es importante al constituirse parte y todo de una
forma de vida), sino que se produce el quiebre con la identidad, que es
patrimonio propio y personal. Desde lo filosófico se produce un hiato
ontológico difícil de cerrar, por cuyas grietas se escapan hechos
fundantes de nuestra cosmovisión. Querencias, momentos, historia menuda,
cultura y tradición forman parte sustancial de todo eso que se vuelve
trizas en un instante, hasta convertirse en dolor y en tragedia
personal, y de todo un colectivo. A partir de entonces ya nada será
igual, porque los nuevos contextos, si bien pueden generar sensación de
tranquilidad emocional y seguridad personal, traen también consigo
nuevos retos que para muchos significan empinadas cimas difíciles de
sortear. El Ser queda escindido en su más pura esencia, y en ambas
orillas lucen desperdigados los jirones de un “Yo” vapuleado por las
tormentas de la incertidumbre.
La diáspora que hoy
sufre el pueblo venezolano, no solo es histórica e inédita en el
continente, sino que representa un signo claro del fracaso de un sueño
colectivo al que muchos se abrazaron como tabla de salvación. El cambio
epocal dado de una a otra república significó, no solo la apertura a una
nueva realidad, que se brindó exultante y esperanzadora, sino además el
abrupto rompimiento con un pasado que se objetivó (trabajo de
laboratorio; sin más) como ominoso, dejándose sin sustento ni piso a un
sistema democrático aún frágil e inmaduro. En otras palabras: se nos
hizo creer que salíamos del abismo de la corrupción y de la
ineficiencia, para entrar al verdadero paraíso (de la mano de un mesías;
de un predestinado), cuando en realidad lo que estábamos era
“construyendo” la antesala de nuestro propio infierno.
Diáspora
y desarraigo son los dos componentes inseparables de un mismo binomio,
que se hace signo y síntoma de un país en crisis. Una crisis, dicho sea
de paso, que ha trasvasado los linderos locales para convertirse en
problema latinoamericano y planetario. Unos se van y otros de quedan:
los primeros dejan aquí su corazón y los otros yacen con un vacío
inconmensurable y portentoso; ambos cargan sobre sí el extremo del
dolor. Nuestra sociedad se hace así fantasmal y esperpéntica, hundida
hasta la náusea en el basurero de su mea culpa: unos por acción y
otros por omisión. Qué más da: culpa al fin. Con ella cargaremos por
décadas, hasta que la enfermedad se cure y queden solo los recuerdos y
las vagas enseñanzas que terminan por desdibujarse en el tiempo. Ya nos
llegarán los coletazos de la literatura de nuestra propia historia
personal y social, salpicada de víctimas y de victimarios, de supuestos
inocentes y de pretendidos culpables, pero nada podrá borrar en
definitiva el asombro frente el horror.
Habrá
un punto final para toda esta pesadilla, pero no sabemos cuándo lo
colocaremos. Por ahora, continuaremos con el vértigo que produce la
caída libre en un abismo sin fondo, con la tristeza en la mirada de ver a
tantos partir en fila india hacia un destino incierto. Algo hicimos muy
mal que logramos torcer de tal modo nuestro destino, pero siempre habrá
posibilidades de redención. Como a Ulises, nos aguarda Ítaca, y el
regreso nos hará más fuertes.