El pasado 24 de agosto se conmemoraron los 120 años del nacimiento de
Jorge Luis Borges. Edwin Williamson, uno de sus más reconocidos
biógrafos, agrega que el nacimiento fue un jueves “en las primeras horas
de una helada mañana de invierno”. Hubo cierto ruido en las redes
sociales, pero nada a la altura del personaje. La nota la puso un video
que circuló entre los fanáticos del autor (en cuyas filas me pongo), en
el que se muestra a María Kodama, su viuda y albacea, hablando de cómo
se conocieron ella y Borges, y de otros aspectos de la intimidad, que
entran más en la farándula del cotilleo que en la literatura, razón por
la que no terminé de verlo.
Hablar de Borges a estas
alturas en las que su fama y reconocimiento es universal, es caer en el
lugar común, porque de él se ha dicho casi todo (aunque su obra siga
siendo una cantera). Prefiero, no obstante, hablar de mi acercamiento a
Borges, de cómo su obra ha sido fundamental en mi aprendizaje literario
que aún no termina. Veo en él a un ser consustanciado con las letras,
hasta el punto de no poderse desligar sus libros de su devenir y de su
impronta. Él y sus páginas son una misma entidad, porque así lo quiso y
lo vivió con pasión hasta el final de sus días. Primero me acerqué a sus
cuentos, a esos artificios casi perfectos que trucan hasta más no poder
pensamiento y ficción, y siendo muy joven me costaba lo indecible
entrar en ese mundo complejo que no lograba asir desde mi mendicidad
cultural. Para leer a Borges hay que leer consigo el mundo y sus densas
tramas, de lo contrario estamos condenados al fracaso.
Borges
fue poeta, narrador y ensayista, esencialmente, pero se adentró como
pocos desde su obra en los senderos de lo filosófico, hasta nutrir desde
esa base epistémica todo lo que tocaba con su portentosa vara de
letrado y de hombre insatisfecho con su vida y con su entorno, aunque
esto último no constituyera obstáculo alguno para nutrir sus historias y
sus versos con personajes del común, de su calle y de su Buenos Aires,
así como desde su propio inconsciente, que pugnaba por emerger y colmar
algunas de sus más relevantes páginas.
Entrar en lo borgeano
no es cuestión fácil, ya que la estructura de su propuesta literaria va
más allá de lo canónico, para romper moldes y hacerse consustancial con
un tiempo que era y al mismo tiempo no era el suyo. Si bien sus
narraciones adolecen de un intelectualismo lindante con la erudición,
también conjuntan el ingenio, el humor, la ironía, el sarcasmo, la
ambivalencia, el ocultismo, la cábala, las obsesiones y el retruécano,
lo que le confiere al todo de su obra un sello de indudable calidad y
originalidad.
Borges hizo en mi formación como
escritor, lo que ningún otro creador: forzarme a creer inalcanzable a
la palabra escrita: es decir, aquella que los autores suponemos que es
nuestra de entrada. Este autor nos puso un techo demasiado alto, y no
precisamente por lo inextricable de su legado para un joven autor, sino
porque su visión de lo literario profundiza en lo insondable, pero es al
mismo tiempo una obra que nos habla del mundo en su más diversa
expresión.
La palabra en Borges es vida, es
hecho real, es consustanciación con el hombre y la mujer de carne y
hueso, y al mismo tiempo mira en su interior y recrea su espiritualidad,
sus tradiciones y sentimientos, sin olvidarse (y esto es clave en él)
de lo trascendente: aquello que va más allá de toda lógica.