Cuesta abajo en la rodada por Ricardo Gil Otaiza
No sabemos exactamente cuándo llega la vejez, pero sin duda hay un
momento que marca un antes y un después: una especie de punto de
quiebre, un “algo” que te indica que la juventud se agotó. Hay detalles
que nos van dando pistas para que el golpe anímico no sea tan duro.
Recuerdo que mucho antes de tener el tiempo para la jubilación en la
universidad, los amigos y muchos conocidos que me veían en la calle
empezaron a preguntarme, no cuándo me jubilaba (que si se quiere es lo
“normal”), sino que si ya estaba jubilado. Es decir, para ellos yo no
tenía cara de estar cercano a la jubilación, nada de eso, sino un largo
tiempo en casa. La primera vez que me lo preguntaron sentí una especie
de cosquilla (o susto) en el estómago, como si ese pequeño y gran
detalle me hubiese tomado por sorpresa (y para serles franco, me agarró
fuera de base dentro de mi burbuja personal). En la medida en que la
dichosa (y perversa) pregunta se hizo frecuente y cotidiana, me dije a
mí mismo: “Epa, Ricardo, estás cuesta abajo en la rodada; te estás
haciendo viejo”.
Otro detalle o pista para los que
me siguen (tomen nota, la edad no perdona), fue cuando la gente joven
comenzó, de la noche a la mañana, a darme el trato de “maestro”: “Pase
usted maestro”, “Siga maestro”, “Déjenle la silla al maestro”, “Si lo
dice el maestro”, etc. En nuestro contexto andino el trato de maestro se
reserva para la gente mayor que inspira “cierto respeto”, al igual que
el de “Don”, que no tardó mucho tiempo en llegarme: “Don Ricardo” (guao,
suena prosopopéyico, grave, afectado).
Mientras
todos aquellos “incordios” llegaban a mi vida para amargarla (nadie
quiere llegar a viejo, pero tampoco morirse), una buena mañana fui a mi
banco para hacer un trámite, y cuando me paré frente a la máquina que
dispensa los tickets, se me acercó el vigilante y con “mucho respeto” me
espetó sin anestesia: “maestro, la cola de los adultos mayores es
aquella”. Cuando miré adonde el “buen hombre” me indicaba, vi una
chorrera de ancianitos que podían ser mis abuelos, con sus bastones,
andaderas y demás equipos caminando despacito hacia la taquilla. Les
juro que tuve que agarrarme fuerte de una barandilla para no caer de
largo a largo por el impacto, ya que no llegaba a los 60 (aun hoy
tampoco llego), que se supone es la edad oficial para entrar en el club
de la mal denominada tercera edad.
En lo
personal comencé a percatarme del paso del tiempo por una serie de
olvidos “tontos” de datos, nombres, fechas y títulos de obras. Lo cumbre
es cuando los olvidos me agarran in fraganti en plena clase o
conferencia, y me obligan a decirle a los estudiantes o al público que
no recuerdo tal dato, pero que ya me llegará en cualquier momento (de
hecho, siempre me llega). Lo consulté con el neurólogo y me dijo que
esos olvidos son normales, y que es muy bueno hacer el esfuerzo para
recordar y traer el dato a la memoria.
La
guinda de la torta la puso un buen amigo de toda la vida una mañana,
cuando parado yo frente a su escritorio en mi facultad, conversando de
no sé qué cuestión (se me olvidó, lo juro), pero debió ser de plantas
medicinales que es nuestra especialidad, me dijo de pronto: “Ey,
Ricardo, te estás pareciendo mucho a tu papá, que en paz descanse”.
Llegué corriendo a la casa, busqué una fotografía de mi padre, y
efectivamente, casi parezco su clon.
Un último
detalle: añorar el pasado y vivir en él, es signo de vejez. Aunque en
la Venezuela de hoy somos muchos los que lo hacemos, y no solo por la
edad…
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com