La universidad venezolana luce abierta, pero no lo está. Abierta es una
institución en pleno ejercicio de sus funciones, trabajando a máxima
capacidad, echando mano de los recursos materiales y del talento humano
para acometer sus nobles tareas. Y nada de eso sucede. La universidad
hoy es solo la sombra de la que fue en el pasado, y lo dice alguien que
ha trajinando sus espacios desde hace tres décadas. Y luce abierta,
efectivamente, porque su personal (profesores, empleados y obreros) la
subsidia, al ir a trabajar por unos sueldos de miseria, en medio de las
más precarias condiciones laborales, con equipos obsoletos, sin
materiales didácticos para la enseñanza, sin reactivos (en los casos de
las carreras que los requieren), sin libros ni revistas, sin luz en
pasillos y salones, sin laptops ni video beam, y sin incentivos de
ninguna especie.
Para quienes desconocen esta
realidad, dentro o fuera del país, les diré que la máxima categoría como
docente en nuestra universidad es la de Profesor Titular a Dedicación
Exclusiva, es decir, un hombre o una mujer quien habiendo sorteado un
concurso para el ingreso, y habiendo ascendido en el escalafón
(Instructor, Asistente, Agregado, Asociado y Titular) en 15 años, con
trabajos de investigación, con estudios de postgrado y con
publicaciones, llega a la máxima jerarquía institucional. Ese profesor
percibe como sueldo en la universidad venezolana el equivalente a dos
cartones y medio de huevos. Y que me desmientan.
Situación crítica
La
situación ya es crítica para los universitarios, y si ahora sumamos las
pretensiones de arrebatársele la autonomía por la vía de una sentencia
(N° 324) de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en
la que se le obliga a realizar elecciones de autoridades en un plazo de
seis meses, en unas condiciones impuestas como una camisa de fuerza, que
contravienen lo dispuesto en esa materia en la Ley de Universidades
vigente, violatorias del principio autonómico, y que de no hacerse las
lleva directo a una intervención, pues ya me dirán ustedes lo que les
aguarda a estas vapuleadas y heridas instituciones, que de pronto se
verán gobernadas por autoridades impuestas a dedo, de espaldas a la
comunidad universitaria. Ni más ni menos, amigos, su destrucción.
Los
universitarios nos la jugamos por nuestras instituciones. Ya bastante
hemos luchado como lo dije anteriormente para mantenerlas abiertas (en
apariencia, pero abiertas) haciendo un esfuerzo que sobrepasa lo humano y
nos convierte prácticamente en héroes. Nuestros jóvenes merecen tener
universidades de excelencia, de cara a la vanguardia planetaria, en las
que se les forme para que salgan a batirse a duelo con la vida en las
mejores circunstancias. El país necesita a sus universidades, pero no de
cualquier manera, sino autónomas, plurales, en las que la discusión nos
lleve a todos a desvelar la verdad, traducida en humanidades, en arte,
en ciencia y en tecnología. La universidad tiene que ser siendo el
epicentro de la vida del país, en donde todos, como una auténtica
comunidad de intereses (de la más variada índole: espirituales,
intelectuales, filosóficos, científicos y sociales) hagamos de la nación
lo que siempre aspiró desde su fundación como República. Sí, una nación
próspera y no mendicante, en la que cada ciudadano sienta que con su
esfuerzo físico e intelectual pueda elevarse por encima de sus propias
circunstancias personales y familiares, para ser pleno y feliz.