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Lo bueno si es breve por Ricardo Gil Otaiza

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RICARDO GIL OTAIZA



Jorge Luis Borges tenía razón cuando abominaba de los libros extensos de más 500 páginas (aunque hay excepciones: El Quijote es una de ellas), porque en lo breve está contenido el sumun de la creación y del pensamiento. En su celebrado aforismo Baltasar Gracián lo dijo con claridad matadora: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Tal vez las redes sociales, en particular Twitter, nos están enseñando que se pueden decir muchas cosas en poco espacio y eso, nos decía la maestra de sexto grado con alarde pontificio, es capacidad de síntesis. 

Recuerdo que hace ya muchos años (en la prehistoria de mi vida como escritor) era articulista del fenecido diario católico El Vigilante, cuyo lema no podía ser más significativo: “El decano de la prensa merideña”, y allí comencé a transitar por los caminos del periodismo de opinión. En principio se me asignó un espacio de cuatro cuartillas para mis artículos, y en torno de esta norma editorial escribía semana a semana mis textos y me enrolé en esta disciplina que me ocupa desde hace casi tres décadas. 

Una tarde como siempre fui a la sede del diario a llevar mi artículo impreso (en aquellos tiempos no había nada de las tecnologías digitales de ahora, y creo que ya comenzaban a funcionar los hoy arcaicos fax) y la persona que siempre estaba en la puerta del diario me dijo en voz baja (como si de un secreto se tratara), que tenía que ir a hablar con el nuevo director que había tomado posesión de su cargo dos días atrás. Obediente, subí las escaleras con rumbo a las oficinas y toqué la puerta del despacho del director, quien me recibió de inmediato. Se levantó, muy cortés, me extendió la mano y me hizo sentar. Me preguntó cuál era el motivo de mi visita. Le expresé que era columnista del diario y que le hacía entrega de mi texto. Lo tomó en sus manos y al ver las cuatro hojas me dijo casi fuera de sí: “¡Imposible publicar este artículo!, de ahora en adelante las colaboraciones no deben sobrepasar la cuartilla”. “¿Qué?, le respondí con gran asombro, en una cuartilla no se puede desarrollar todo lo que el autor desea expresar”, agregué presa del pánico. El director me miró sin impacientarse, encendió un cigarrillo y me preguntó sin tregua: ¿En cuántas líneas cree usted que quepan los Diez Mandamientos de la Ley de Dios? Desconcertado atiné a responder: “Supongo que en diez”. Él se levantó, me dio de nuevo la mano, al tiempo que me dijo con una ligera sonrisa ya casi en la puerta de su despacho: “Y no hay nada más breve que exprese con mayor hondura lo que Dios quiere de nosotros. Vaya a su casa, profesor, resuma su artículo en una cuartilla y me lo deja en la puerta cuando pueda”. 

Amigos, esta ha sido una de las mayores lecciones que he recibido en mi vida, porque me permitió sopesar en su justa dimensión literaria, intelectual y académica, la importancia y el peso de las palabras. No se dice más porque se utilicen más renglones, oraciones, párrafos y páginas. Dice más quien, teniendo una idea clara de lo que desea expresar, la concreta al extremo de una economía de lenguaje que hoy los lectores de este mundo alborotado y complejo agradecemos infinitamente. 

A partir de entonces me hice fiel de Borges, de Monterroso (más tarde llegaría Piglia para completar el trío), porque su maestría no está precisamente en haber escrito libros extensos, interminables, paquidérmicos, que como norias vuelven una y otra vez a lo mismo (que gustan tanto a las grandes editoriales que siempre apuestan a los textos de largo aliento), sino en una concreción rayana en perfección. 

@GilOtaiza 

rigilo99@hotmail.com






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