Jorge Luis Borges tenía razón
cuando abominaba de los libros extensos de más 500 páginas (aunque hay
excepciones:
El Quijote es una de ellas), porque en lo breve está contenido el
sumun
de la creación y del pensamiento. En su celebrado aforismo Baltasar
Gracián lo dijo con claridad matadora: “Lo bueno, si breve, dos veces
bueno”. Tal vez las redes sociales, en particular
Twitter, nos
están enseñando que se pueden decir muchas cosas en poco espacio y eso,
nos decía la maestra de sexto grado con alarde pontificio, es capacidad
de síntesis.
Recuerdo que hace ya muchos años (en la prehistoria de mi vida como escritor) era articulista del fenecido diario católico El Vigilante,
cuyo lema no podía ser más significativo: “El decano de la prensa
merideña”, y allí comencé a transitar por los caminos del periodismo de
opinión. En principio se me asignó un espacio de cuatro cuartillas para
mis artículos, y en torno de esta norma editorial escribía semana a
semana mis textos y me enrolé en esta disciplina que me ocupa desde hace
casi tres décadas.
Una tarde como siempre fui
a la sede del diario a llevar mi artículo impreso (en aquellos tiempos
no había nada de las tecnologías digitales de ahora, y creo que ya
comenzaban a funcionar los hoy arcaicos fax) y la persona que siempre
estaba en la puerta del diario me dijo en voz baja (como si de un
secreto se tratara), que tenía que ir a hablar con el nuevo director que
había tomado posesión de su cargo dos días atrás. Obediente, subí las
escaleras con rumbo a las oficinas y toqué la puerta del despacho del
director, quien me recibió de inmediato. Se levantó, muy cortés, me
extendió la mano y me hizo sentar. Me preguntó cuál era el motivo de mi
visita. Le expresé que era columnista del diario y que le hacía entrega
de mi texto. Lo tomó en sus manos y al ver las cuatro hojas me dijo casi
fuera de sí: “¡Imposible publicar este artículo!, de ahora en adelante
las colaboraciones no deben sobrepasar la cuartilla”. “¿Qué?, le
respondí con gran asombro, en una cuartilla no se puede desarrollar todo
lo que el autor desea expresar”, agregué presa del pánico. El director
me miró sin impacientarse, encendió un cigarrillo y me preguntó sin
tregua: ¿En cuántas líneas cree usted que quepan los Diez Mandamientos
de la Ley de Dios? Desconcertado atiné a responder: “Supongo que en
diez”. Él se levantó, me dio de nuevo la mano, al tiempo que me dijo con
una ligera sonrisa ya casi en la puerta de su despacho: “Y no hay nada
más breve que exprese con mayor hondura lo que Dios quiere de nosotros.
Vaya a su casa, profesor, resuma su artículo en una cuartilla y me lo
deja en la puerta cuando pueda”.
Amigos, esta
ha sido una de las mayores lecciones que he recibido en mi vida, porque
me permitió sopesar en su justa dimensión literaria, intelectual y
académica, la importancia y el peso de las palabras. No se dice más
porque se utilicen más renglones, oraciones, párrafos y páginas. Dice
más quien, teniendo una idea clara de lo que desea expresar, la concreta
al extremo de una economía de lenguaje que hoy los lectores de este
mundo alborotado y complejo agradecemos infinitamente.
A
partir de entonces me hice fiel de Borges, de Monterroso (más tarde
llegaría Piglia para completar el trío), porque su maestría no está
precisamente en haber escrito libros extensos, interminables,
paquidérmicos, que como norias vuelven una y otra vez a lo mismo (que
gustan tanto a las grandes editoriales que siempre apuestan a los textos
de largo aliento), sino en una concreción rayana en perfección.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com