Hasta no hace mucho tiempo, y en el ámbito de la gerencia organizacional, el anglicismo influencer
se utilizaba para aquellas personas que por su formación y
competencias, ejercían una influencia notable en una corporación o en
una determinada marca. Por decir algo, un gran atleta era usualmente
contratado por las empresas fabricantes de calzado y de ropa deportivas
y, su sola presencia en la promoción de la marca, era garantía para
atraer a los potenciales compradores. Un científico con elevadísimas
credenciales (premios internacionales, descubrimientos y patentes) es un
influencer a la hora de la promoción de un evento académico, en
el que su sola presencia es garantía de éxito para los organizadores o
para la universidad anfitriona.
Como suele suceder con los procesos sociales, la noción de ser un influencer
dio un salto (y no precisamente cualitativo) a las redes sociales, para
denotar personas (no siempre personalidades) que por múltiples
circunstancias (formación profesional, talento artístico, lenguaje
desenfadado, destape, buen físico, astucia argumentativa, ingenio,
liberalidad sexual o religiosa, etcétera) logran hacerse de una elevada
masa de seguidores y ejercen influencia notable en ella. Muchos de estos
influencers echan mano de esta poderosa herramienta que son las
redes sociales para fines “honorables”, como hacer causa común en alguna
tragedia, con algún enfermo que requiera de una ayuda o como
benefactores de alguna organización con fines humanitarios.
Sin
embargo, hay quienes sabiéndose “poderosos” por contar con cientos de
miles de seguidores (muchas veces cogidos en su buena fe u obnubilados
por su halo y supuesta credibilidad), usan su “varita mágica” para
cometer fechorías, caerle en cayapa a sus competidores, apabullar a
otros y hacerle bullying a quienes se atreven a poner en duda su
idoneidad, ocasionándoles daño psicológico y moral, amén del económico y
familiar. Llegados a este punto no importa si el fulano influencer
tiene o no razón en sus argumentos, porque sus seguidores se compartan
como masa (y como tal, es acéfala), y le hacen el juego para que alcance
sus muchas veces retorcidos objetivos. Destruir una vida, una
reputación, una carrera, o una empresa, no importa; lo inaudito de este
inmoral y pervertido proceso es el daño per se: hacer sentir a los otros
su poder, lo que se traduce en más fama y en más seguidores. Un
verdadero círculo vicioso; un bucle recursivo diría el francés Edgar
Morin, padre del Pensamiento Complejo.
En este
sentido, las redes sociales tienen la obligación de autorregularse. La
denuncia y el cierre de cuentas responde muchas veces a falsos positivos
y no resuelve el problema. Se requiere entonces de una nueva noción de
lo ético, que permita a cada usuario de este portento tecnológico,
asumir su responsabilidad personal y social y el reencausar el sistema
sin mayores distorsiones ni daños colaterales a terceros. La
autorregulación de las redes sociales es fundamental a la hora de hacer
de ellas instrumentos maravillosos de esa genial trama de seres humanos,
que a la distancia se entrecruzan, interaccionan, actúan y retro actúan
y asumen un papel protagónico como emisores y receptores a la vez de
información, que puede develar o no una verdad. De allí su importancia
civilizatoria, pero al mismo tiempo su potencialidad como instrumento
para la destrucción y para la guerra en sus distintas acepciones.