El déspota que no amaba a las mujeres por Ricardo Gil Otaiza
RICARDO GIL OTAIZA
Escudriñando un poco en mi biblioteca hallé un libro perdido entre las rumas de tomos: se trata de Juan Vicente Gómez. Un fenómeno telúrico
de José Pareja y Paz Soldán, con Prólogo de Ramón J. Velásquez bajo el
pseudónimo de José Anselmo Coronado, y que salió gracias al empeño de
José Agustín Catalá (El Centauro, ediciones), Caracas 1951/2011. En los
“Antecedentes de esta edición” se nos cuenta que según Simón Alberto
Consalvi “Ramón J. Velásquez había desenterrado un viejo texto del
diplomático peruano José Pareja y Paz Soldán (quien había estado algún
tiempo en Venezuela) y con José Agustín Alcalá pensó que era atractivo
resucitar la figura del viejo caudillo para contraponerla con la
situación de esos años y también para recordarle a los venezolanos lo
que eran las dictaduras y cómo se comportaban los dictadores”.
Leí
con fruición este insólito libro (el cual no sigue una cronología, sino
que busca apuntar aspectos claves de su vida; tal vez desentrañar su
mito) que nos muestra como ninguna otra obra la personalidad del
Benemérito General Juan Vicente Gómez, quien entra en la historia del
país en 1899 de la mano de Cipriano Castro y de su Revolución
Restauradora. Gómez gobierna primero como lugarteniente y vicepresidente
de Castro entre 1899 y 1908, y luego se hace del poder absoluto
(aprovechando que Castro lo deja encargado de la presidencia y se
embarca para Europa en busca de la salud), y gobierna desde 1908 hasta
su muerte acaecida el 17 de diciembre de 1935 a los 78 años de edad.
El
autor retrata a un Gómez de pocas palabras, cuyos silencios decían
mucho de su introspección y de su origen campesino. Era un hombre alto
(medía 1 metro 78 centímetros) y pesaba 81 kilos. Tenía la piel curtida
por el sol, los ojos achinados y su lenguaje delataba la ausencia de
cultura. No obstante, era un hombre inteligente, poseedor de una
estupenda memoria e intuitivo a quien llegaron a llamarle “El Brujo” ya
que podía “adivinar” las celadas y conjuras que se planeaban en su
contra, lo que le permitió salir airoso a lo largo de sus veintisiete
años de poder omnímodo sin que se le hubiese asestado una sola herida
(su supuesto poder de adivinación era en realidad la red de delatores
que le llevaban información de toda naturaleza). Su humor era sardónico,
jamás pronunció un solo discurso y no hizo campañas electorales. Su
estilo de gobernar fue por medio de órdenes que eran acatadas sin
chistar y siempre se sintió receloso de los demás. Aunque tenía “gente”
de su entera confianza (el indio Tarazona y algunos de sus secretarios
privados), jamás dejó cabo sueltos frente a sus detractores y jurados
enemigos.
A pesar de su carácter y de su desconfianza
atávica supo agradecer con favores y prebendas a quienes le demostraron
su lealtad. Fue implacable con sus enemigos y la paz social de la que
tanto alardeaba la consiguió con la cárcel y la muerte. Cuenta Paz y
Soldán que las manos del dictador eran delicadas y pequeñas y
acostumbraba a usar guantes: unos afirmaban que era una vieja costumbre
adquirida en su juventud para protegerse contra la lepra; otros, que
ocultaba una enfermedad (posiblemente una tiña). Era frugal en sus
hábitos de vida, madrugador y gustaba de la comida criolla.
Con
respecto a su vida sexual, cuenta el biógrafo que utilizaba a las
mujeres para satisfacer un incontenible apetito carnal, pero no las
amaba. Engendró hijos después de los 70 años y no pasó una sola noche
entera con una mujer. A Hermenegilda Chacón, su madre, la respetó, pero
jamás intimó con ella. No supo del disfrute familiar ni social.
Como todos los de su estirpe, fue un ser solitario.