Del 2014 al 2020 el tamaño de la economía venezolana se convirtió en un
tercio de lo que era, haciéndola más parecida a las pequeñas economías
de Centroamérica y el Caribe que a las grandes de Sudamérica, con
quienes históricamente se había comparado. El ingreso real cayó
también más de 60%, lo que ha originado el empobrecimiento más severo
que se haya producido en América Latina, para un período equivalente. La
inflación acumulada no puede escribirse en este artículo sin consumir
una parte clave de los caracteres disponibles y la devaluación ha sido
demoledora en dos vías: 1) por lo elevada, corrosiva y permanente y 2)
por haber sido inferior a la inflación, lo que ha generado el insólito
caso de un país en el que no sólo se ha perdido la capacidad de compra
interna de su propia moneda (que no cumple ya sus funciones de
intercambio, reserva de valor y mecanismo de cuenta), sino que provocó
también la pérdida de capacidad de compra de las divisas extranjeras,
empobreciendo internamente a todos.
Como es de suponer, la
población se vio obligada a sacrificar parte de sus gastos cotidianos de
vida para preservar, aunque sea parcialmente, su gasto en
alimentación, que resulta más inflexible a la baja que el resto de las
partidas. En efecto, el porcentaje del presupuesto familiar que se
dedica a alimentación sube de 40% al arranque del ciclo depresivo a 65%
promedio este año, siendo aún peor en el caso de la población de menos
recursos donde supera el 75% del presupuesto, dejándolos prácticamente
sin margen de maniobra para el resto de necesidades como vivienda,
salud, educación, transporte, cuidado personal y recreación.
Luego
que la escasez generara una conducta de “cacería” que llevó a una
parte de la población a hacer grandes colas para obtener productos
regulados (subsidiados) y a la otra a visitar hasta cinco
establecimientos y usar el mercado negro para completar una compra que
cubriera las necesidades del hogar, el gobierno en control territorial
se vio obligado a abrir de facto la economía, dolarizar y flexibilizar
la fijación de precios, lo cual generó una mejora relevante en términos
de abastecimiento, aunque resultó en una sinceración desbalanceada de
costos sin compensación de ingresos, lo cual profundizó la división y
dualización de la economía y la sociedad venezolana.
A
este drama histórico ahora se le añade la pandemia, que produce otros
cambios significativos en la vida de la población. Mayor empobrecimiento
por recesión y cuarentena son quizás los más evidentes. Pero en
términos de su conducta de consumo y compra , también se ven los
cambios. Los consumidores reducen la visita a establecimietos a un
máximo de dos locales cercanos al hogar, reduciendo la exposición del
consumidor al punto de venta. 56,3% de la población es receptora
exclusiva de transferencias y subsidios estatales que, aúnque mermados y
obviamente insuficientes para sostener una vida digna, se convierten en
su único salvavidas contra el hambre más extrema, generando una
relación de dependencia que fortalece el control social del gobierno y
explica, junto a los sentimientos de desesperanza y miedo, la pasividad
política de la población. Lejos de las débiles tesis esgrimidas
durante años sobre la relación “supuestamente” directa entre el
empobrecimiento y la rebelión social, que promovieron el aislamiento y
las sanciones para poner la guinda a la torta, Venezuela recorre el
mismo camino H que la mayoría de los países económicamente destruidos
por el gobierno y sancionados internacionalmente: Huida (emigración) o
Habituación (adaptarse a los que hay).
Un drama que hace mucho más difícil concretar los deseos de cambio político en el país.