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El parricidio en las letras por Ricardo Gil Otaiza

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Ricardo Gil Otaiza


El fenómeno literario no es un extraño azar, del que de pronto emergen nombres y autores sin un pasado a cuestas, sin una larga tradición. Podría afirmar que es una sucesión de hechos concatenados en el tiempo, de cuya imbricación nacen nuevas propuestas, que de algún modo contienen el pasado y lo empujan hacia el porvenir, con todo lo que esto implica: novedad y vanguardia. Los grandes maestros de la literatura nunca han callado sus influencias; es más, las anuncian orgullosos, y quienes los leemos sentimos que en sus obras hay una amalgama perfecta de pasado y de presente, lo que hace de las letras una rueda sinfín. Por supuesto, hay las denominadas rupturas, los quiebres abruptos que buscan romper con el canon por la vía del re-direccionamiento del gusto de una época, y muchos lo han alcanzado, y a partir de ellos han nacido nuevas corrientes, nuevas escuelas; nuevos modos de percibir el hecho literario. Cuando leemos a muchos de nuestros clásicos vemos que no renunciaron a la tradición, ya que la enuncian, la reconocen, se ven reflejados en su espejo, pero ellos la han posicionado en elevadas cimas estéticas, y en ese largo proceso la redimensionan, la revisten de nuevos ropajes, la transforman sin que ello implique negación o parricidio. 


En este sentido vuelvo a Jorge Luis Borges, quien a lo largo de su carrera literaria se convirtió en una suerte de tótem, o de gurú, pero a su vez nos dejó muy claro que su genio no salió de la nada, que tuvo maestros, y a ellos exaltó sin reticencias porque sabía que en su obra podíamos reconocerlos. Para nadie es un secreto su deuda con Macedonio Fernández, a quien sacralizó sin ambages y reconoció como a un mentor. Admiró a Leopoldo Lugones, a G. K. Chesterton, y hasta al propio William Faulkner, de quien tradujo al español sus Palmeras salvajes, libro que lograra un éxito extraordinario. Admiró a Franz Kafka de quien tradujo al español su Metamorfosis, y no puedo olvidarme de su maravillosa versión al español de Bartleby, el escribiente, del inefable Herman Melville.



Tengo a la mano a otros personajes que no denostaron de sus influencias, todo lo contrario, a lo largo de sus reflexiones y de sus periplos librescos e intelectuales, las exaltaron. Gabriel García Márquez jamás negó el poderoso influjo de William Faulkner en su obra, hasta el extremo de mencionarlo en su discurso de recepción del Premio Nobel: “Un día como el de hoy, mi maestro William Faulker dijo en este lugar: Me niego a admitir el fin del hombre”. Los críticos reconocen en García Márquez los influjos de James Joyce, Virgina Woolf y Ernest Hemingway. Mario Vargas Llosa también destaca a la figura de Faulkner (quien marcó a toda una generación), y suma con entusiasmo a su lista a Miguel de Cervantes, Víctor Hugo, Honoré de Balzac, León Tolstói, Joseph Conrad, Juan Carlos Onetti, Gustave Flaubert, Ernest Hemingway, y a Jorge Luis Borges. El desaparecido escritor argentino Ricardo Piglia, no cejó en esfuerzos ni en páginas para dejar en claro cuáles eran sus deudas literarias, en tal sentido hizo hincapié en las notables figuras de Macedonio Fernández y en su muy admirado Borges. Con respecto a este último, se dio a la tarea de dictar talleres y conferencias en las que analizó con gran conocimiento y profunda benevolencia sobre el clásico argentino. 



Ahora bien, no siempre los autores tienen una luna de miel con quienes los preceden, sobre todo si han puesto un techo muy alto en el canon, ocurriendo una especie de parricidio, que los empuja a cortar de manera drástica con algunos de sus antecesores. Ejemplos hay de sobra en este sentido, podría citar al chileno Alejandro Zambra, a quien de entrada pareciera que no le gusta que lo encasillen con las denominadas influencias, y ha escrito textos en los que toma distancia con algunos poetas y narradores chilenos, o del resto de América Latina. He visto por Internet algunas de sus intervenciones, y en ellas hay a veces sutiles ironías (a veces no tan sutiles, por cierto) con respecto de algunas obras y autores, aunque reconoce su admiración por Julio Cortázar. No se quedó atrás el admirado Roberto Bolaño, quien fue un parricida en todo el sentido del vocablo, al cortar de manera tajante con muchos autores chilenos de las generaciones anteriores (José Donoso, por ejemplo), o de la suya. Bolaño fue un admirador de Borges y de Fernández, y en sus influencias están muchos de los clásicos, pero en su rebeldía juvenil, que lo tomó por asalto en sus largos años mexicanos, llegó a propiciar el quiebre con autores tan emblemáticos como Octavio Paz, quien representaba para su generación el poder y el establishment cultural.




En la literatura no se puede hablar de genios hechos a su propia medida, o eugenésicos, como los denominan algunos, es decir, que vienen de sí mismos (por la vía de los genes). En todo caso, son producto de largos procesos de asimilación de la tradición literaria, y aunque nieguen sus orígenes, o sus influencias, siempre habrá ese “algo” que a posteriori los conectes con sus raíces. 



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