Mérida, Marzo Viernes 29, 2024, 01:21 am
En 2018 tuve que exigirme mucho con el asunto de la migración al sur del
continente. Asimilarse a una cultura y tratar de entender la misma
conlleva a retos improbables de predecir. Haz en Roma como el Romano hace
es un adagio que se remonta a tiempos lejanos y cuyo sentido lo aclara
mi Santo preferido. El asunto es que una cosa es hacer lo que los
romanos hacen en relación con aparentes banalidades, como podría ser
ayunar y otra muy distinta es abdicar del sistema de creencias y valores
propios y preconizar el de los otros. No funciona.
Lo
cierto es que ese 2018 fue de muchas tensiones y pocas distensiones. Un
año para asimilarme en 365 días a una sociedad y una cultura que no era
la mía. Las exigencias emocionales no fueron menores y con relación a
las formalidades profesionales, doy gracias a mis queridos profesores de
la Escuela Vargas de Caracas por todo lo que me enseñaron, al punto de
que me integré laboralmente en tiempo récord.
En piloto automático
En
2019 el piloto automático de la existencia se activó y fui tomando el
cauce propio de las rutinas sanas. Una rutina sana es el deseo de
repetir aquello que nos place, lo cual aplica en la vida, en los
trabajos y en las relaciones interpersonales. Amar, por ejemplo, es el
deseo de repetir con una persona en particular. De ahí que lo amatorio
es gozoso por cuanto se repite con el mismo ser sin que se genere
aburrimiento, porque el alcanzar en pareja una meta de inmediato genera
el deseo de formularse otra y se va saltando en la vida de meta en meta,
cada vez que conseguimos aquello que nos proponemos. En 2018 y 2019
hice del metro mi tercera morada y el encuentro con una insólita
cantidad de compatriotas se hizo constante. La mayoría eran alumnos o
colegas de la Universidad de Los Andes de Santiago de los Caballeros de
Mérida, lugar en donde me desenvolvía con trajes de buen corte y
respetuoso estilo. Acá en mi autoexilio ya no uso esa vestimenta y la
necesidad de agilizar mis pasos por las calles me volvieron a la
informalidad propia de un estudiante universitario. Luego se vino con
fuerza la amenaza de una pandemia y mi mujer, siempre atinada, me forzó a
comprar un automóvil el 31 de diciembre de 2019, lo cual era la
oportunidad para volver a mis anchas en las pistas.
De cabeza en los libros
2020
fue un año aburrido y sereno, contrario a lo que muchos han vivido. En
el centro del huracán de una pandemia, parece que mi sistema inmune
entró en estado de alerta y esa cosa rara del teletrabajo hizo que
nuevamente volviese a la introspección del filósofo que soy y sin
ambages me entregué a la lectura. Nadé en ríos de letras y palabras,
atragantándome con algunas oraciones grandilocuentes, me divertí con
páginas enteras y devoré cualquier cantidad de buenos textos, lo cual me
hizo entrar en el carril de lo que siempre he sido o al menos he
tratado de ser. Un estudioso profesor universitario que pasa horas
leyendo y escribiendo, a veces expresando una procacidad atinente a lo
humano y a veces generando elementos propios de la inventiva, que en mi
caso se traduce en el arte de escribir. Asuntos como los trámites
migratorios fluyeron sin que hiciera presión alguna, mientras la idea de
volver a retomar lo esencial de mi vida fue ganando terreno a la vez
que mi barba fue creciendo. Retomé contacto con amigos que no sabía en
qué lugar del planeta se encontraban y las comunicaciones desde
Finlandia hasta Panamá se hicieron un asunto corriente.
Tiempo al tiempo
Mi madre siempre me decía que la única ciencia consiste en saber esperar.
En estos tres años el balance ha sido razonablemente bueno y las
circunstancias en las que me he desenvuelto han exigido tanto de mí que
si no he volado en pedazos me he de volver más fuerte, como bien señala
mi pensador alemán preferido, haciendo alardes de ser humano, demasiado humano.
Con el tiempo mi barba creció y creció, tanto que cuando me consigo con
algún conocido no me reconoce y creo que hay símbolos que nos van
marcando y señalando el camino que debemos continuar, todo lo cual va de
la mano con la intuición y el buen gusto. He aprendido a sobrevivir a
la vida, que me parece más interesante que sobrevivir a la muerte. La
vida es un misterio inextricable, llena de secretos, oportunidades y
amenazas esperándonos (o acechándonos) a la vuelta de cada esquina. La
muerte, por el contrario, no dice nada distinto al dolor de la partida
de aquellos que amamos y cuyo destino jamás conoceremos. De ahí que
siempre me he sentido como en una obra de teatro en donde el tramoyista
gusta de hacer inesperadas bromas como bajar el telón en medio acto de
expresión sublime o no bajarlo cuando se termina la escena.
Lo
cierto es que a veces se asoma la idea de que un ciclo ha llegado a su
fin para comenzar otro, lleno de incertidumbre y desafíos por conocer,
lo cual nos vuelve a recordar que la vida es una gran aventura y
atreverse a experimentarla a plenitud es siempre impostergable.
@perezlopresti