Mérida, Enero Viernes 27, 2023, 10:57 am
El mundo no es ni por asomo el que conocimos hace apenas unas pocas
décadas. Ha sido tal el impacto de la tecnología en nuestras vidas, que
dieron un giro inusitado para hacerse dependientes de ese “algo” virtual
que está y no está, que existe pero que no es material, pero que sin
embargo hoy es el vínculo de las múltiples aristas que constituyen
nuestra vida y nuestras relaciones.
Cuando era niño para poder
comunicarnos con algún familiar lejano, teníamos que ir a la central
telefónica y solicitar la llamada. Recuerdo que nos sentábamos en una
sala de espera y por un altoparlante se nos anunciaba cuándo la llamada
estaba en línea, y a cuál casilla teníamos que entrar. Nos metíamos
todos en aquel cuchitril y mis padres tenían que hablar a las carreras
porque luego la cuenta era impagable. Cuando se suscitaba algún hecho
imprevisto, generalmente una mala noticia (aunque también se anunciaban
otras buenas: nació el bebé, sanó el tío, salimos de viaje a ésa, etc.),
corríamos a las oficinas de los telégrafos y sobre un mesón mis padres
tenían que escribir un texto tarzaniado, en el que no había artículos,
ni partículas, ni casi signos de puntuación, y mucho menos florilegios,
porque su costo era contabilizado palabra por palabra. Recuerdo que
cuando la empleada nos decía cuántas palabras eran en total y el costo
del telegrama, nosotros ni cortos ni perezosos empezábamos con un lápiz a
suprimirle palabras, a hacer aún más ilegible aquel precursor de los
tuits de hoy. Era más barato enviar un telegrama que hacer una llamada,
razón por la cual siempre los estábamos enviando y recibiendo. Años
después instalaron el llamado discado directo nacional, con el cual ya
teníamos acceso a llamadas en todo el territorio nacional, y de ahí a
las llamadas internacionales desde la propia casa, fue un corto trecho.
Las
únicas diversiones en mi casa era hacer paseos por la ciudad o el campo
los fines de semana, poner el tocadiscos (mi padre solía poner música
clásica, pero también los discos de Carlos Gardel, Hugo del Carril o
Agustín Irusta), escuchar la radio o ver la televisión, aunque esta
última llegó un poco tarde, no obstante, para mediados de los años
sesenta ya teníamos televisor en casa. Bueno, teníamos el aparato, pero
la imagen era otra cosa. Papá instaló una antena gigantesca y siempre
teníamos que estarla moviendo desde el tubo de su base para poder captar
la señal de Radio Caracas Televisión, o de algunos canales colombianos
(Caracol e Inravisión).
A casa llegaba todos los días el diario El Universal (estábamos
suscritos a una empresa que repartía la prensa en motocicleta y la
lanzaba enrollada contra la puerta, o el parrillero se bajaba y la
dejaba abierta), y nos repartíamos los cuerpos para poder leer todos.
Corrijo: casi todos; papá y yo éramos los que más leíamos la prensa. A
papá le fascinaba la política y los deportes, y a mí también la primera,
pero también las páginas culturales. Recuerdo ver las rumas de
periódicos viejos que eran utilizados para limpiar los ventanales, tapar
algún derrame de agua, o simple y llanamente para buscar algún artículo
o noticia que nos mandaran a trabajar en el colegio. Por cierto, los
trabajos para la escuela, el colegio o la universidad eran manuscritos o
pasados a máquina. Yo los pasaba a máquina, pero demoraba una eternidad
porque escribía con los dos dedos índices, o a veces presionado por el
tiempo le pedía ayuda a mamá (quien era una estupenda mecanógrafa) y lo
escribía en un santiamén. Siempre quise que me enseñara a escribir a
máquina, y lo intentó, pero no tuve la suficiente paciencia al no ver
significativos avances.
En un parpadeo la tecnología llegó y se
instaló. A comienzos de los noventa me inscribí en varios cursos para
aprender a manejar la computadora y así poder escribir mi primer trabajo
de ascenso, y ya a partir de entonces dejé arrumada mi máquina de
escribir portátil (todavía la conservo) en la que dicho sea de paso
escribí mi primera novela , que jamás salió publicada porque era un
bodrio. Llegaron los primeros teléfonos celulares que revolucionaron las
comunicaciones. Ya no teníamos que comprar las dichosas tarjetas para
salir a llamar en los teléfonos públicos, y eso nos facilitó la vida,
porque la mayoría de las veces los aparatos estaban dañados por el
eterno vandalismo callejero, y teníamos que caminar hasta hallar a algún
aparato en buen estado. Sin percatarnos, se inventó la Internet, llegó
el correo electrónico, y en mi caso ya no tenía que salir al centro a
buscar un fax para mandarle mi artículo al editor, porque ya lo podía
hacer desde mi casa.
Llegó la tecnología digital y las redes
sociales. ¡Qué prodigios! Todo cambió definitivamente. Por el teléfono
trabajamos, leemos la prensa, escuchamos y bajamos música, mandamos
tuits, leemos libros, vemos películas, enviamos fotos y largas
conversaciones, grabamos videos, nos insultan (lo devolvemos), pasamos
cadenas (antes eran con papelitos en cada puerta), y paremos de contar.
Aunque la tecnología tiene su lado oscuro, del cual hablaré después, no
podemos negar que nos cambió la vida.
@GilOtaiza
rigilo99@gmail.com