Poner las palabras precisas por Ricardo Gil Otaiza
RICARDO GIL OTAIZA
Esto
de la escritura no es cosa fácil, aunque muchos lo crean así. Algo que
me atormenta y me imagino que a otros colegas también, es poner las
palabras justas, precisas, que digan lo tienen que decir. ¿Cómo
saberlo? ¿Los
libros que conocemos y amamos los seguiríamos leyendo y los seguiríamos
amando si estuvieran escritos con otras palabras? ¿Son las palabras
piezas claves dentro de una obra literaria, o es lo que se cuenta o la
anécdota? Las palabras recrean el mundo, lo inventan, su uso no es
inoficioso ni azaroso. ¿Siempre utilizamos las palabras justas? Creo que
no. Muchas veces en la vida cotidiana me he arrepentido de las palabras
que he usado, porque han dañado a otros, pero fueron las que salieron
en ese preciso momento y son producto de complejos mecanismos
hormonales. Cuando he intentado recomponer lo dicho usando otras
palabras, de nada me ha valido, porque son las primeras las que han
marcado los derroteros, el ritmo de las cosas, y se hace difícil
recogerlas y cambiarlas como quien recoge del suelo un objeto caído.
Las
palabras tienen un peso y un valor, por eso debemos saber cuáles usar
ya que pueden dañar, producir dolor y tristeza, matar esperanzas, cortar
alas y sueños. La vida es sin más la orquestación de palabras: la
definen, le fijan un cauce, trazan derroteros y pueden destruir mundos.
La ambivalencia “construcción-destrucción” se mece en las palabras y en
todo lo que ellas preconizan y marcan. La vida es además, qué duda cabe,
la concatenación de palabras: ellas unen y disjuntan, elevan y
derrumban, buscan enaltecer o infamar, de allí que del uso que les demos
dependerá nuestro destino y el de la humanidad.
Las
palabras no son cascarones vacíos, llevan consigo una enorme carga de
dinamita (causa y efecto), son armas letales muchas veces y a ellas
debemos grandes cambios sociales y hasta el quiebre de períodos
históricos. Todo ese peso de las palabras nos hunde los hombros a
quienes echamos mano del lenguaje escrito para comunicar pensamientos,
hechos y circunstancias, lo que eleva a la enésima potencia nuestra
responsabilidad social, y el gran estrés que significa el uso de las
palabras adecuadas y el efecto que producirán en quienes las reciban. Ya
no se trata siquiera de un problema de orden morfosintáctico, con los
cuales nos topamos con frecuencia, y que pueden ser resueltos con el uso
de una gramática, de un diccionario de dudas, o de un diccionario de
uso, sino el de echar mano de vocablos, frases y oraciones que muestren
en su más clara esencia nuestro pensamiento y nuestras intenciones. Las
palabras tienen vida, laten, se mueven y en el texto se hacen historias y
personajes, con los cuales disfrutamos o sufrimos, compartimos y nos
relacionamos. Cada vez que escribimos un texto asumimos frente al país y
frente al mundo una enorme responsabilidad, y es por esto que con
frecuencia nos preguntamos sin son las correctas, si deberán ser
sustituidas, o si las seleccionadas muestran con diafanidad lo que
pensamos y lo que sentimos, y cómo serán recibidas por los otros. Esa
bidireccionalidad deberá ser transparente, sin subterfugios, que nos
explique y que se explique por sí sola. Que no haya medias tintas, ni
reacomodos, ni oscuridades que se erijan en obstáculos para nuestra
comunicación.
No somos seres perfectos, pero sí
perfectibles y, por lo tanto, la obra literaria busca con afán redimirse
de los errores y de los equívocos para que alcance así inusitadas cimas
de expresión. Muchos piensan que los autores se traicionan ellos mismos
y a sus lectores cuando se dan a la tarea de corregir inperpétuum
sus obras para poner las palabras justas y correctas. Yo no pienso así.
Creo, por el contrario, que el autor tiene todo el derecho de acercarse
a su obra y de corregirla hasta el cansancio; hasta que considere que
ha alcanzado el grado de perfección con el que ha soñado. Sobre todo,
cuando el paso del tiempo le ha permitido madurar, mejorar, ver la vida
con otro prisma y el tener a la mano nuevas herramientas lingüísticas
que le posibiliten mejorarla hasta niveles superlativos.
Cuando
Octavio Paz nos decía que se encontraba revisando sus poemas, lo que
quería significar con esto es que estaba insatisfecho con lo alcanzado,
que deseaba deslastrar a su obra de partículas, de elementos que a su
criterio la desmerecían. En otras palabras, estaba asumiendo su
condición humana, y se alejaba de la visión beatífica y hasta “inmortal”
que suele dárseles a los autores consagrados, a quienes pensamos
intachables, impolutos y perfectos.
Otro tanto hizo Gabriel García Márquez, quien se atrevió a revisar y a corregir de nuevo su obra maestra universal, Cien años de soledad,
para la edición conmemorativa de la Real Academia de la Lengua y de la
Asociación de Academias de la Lengua Española, que salió en el 2007, que
significo, según lo dicho por los editores en la presentación de la
obra: “un trabajo de depuración y de fijación del texto”; porque en
definitiva, las palabras precisas son las que pongan a la obra y a su
autor en correspondencia con su público, y con sus ansias de eternidad.