Desde muy joven me he interesado por estudiar a la universidad y sus
complejos procesos, tanto así que me especialicé en el área para tratar
de ahondar desde diversos ángulos sus ingentes problemas. En el año 2000
publiqué el libro La universidad como proyecto de Estado. Misión y Visión de la universidad autónoma venezolana, y en el 2007 salió otro: Perspectivas de la educación superior venezolana en un mundo globalizado.
El primero fue el producto de una maestría y el segundo de un
doctorado. Más adelante planteé una teoría que titulé Teoría
Andragógico-Integradora para la transformación universitaria, que salió
en el número 48 de la revista Fermentum de la Universidad de Los
Andes (2007). Traigo todo esto a colación, no para echármelas, como
decimos en criollo, sino para dejar sentado que de veras me he adentrado
en esas arenas movedizas, y que mi inquietud ante la grave crisis que
sufre hoy por hoy la universidad venezolana, tiene un asidero filosófico
y epistémico.
El jueves de la semana pasada publiqué un artículo titulado La destrucción de la universidad (EU,
12-08-21), que por cierto fue leído y discutido en distintos ámbitos,
sobre todo en el académico. La panorámica esbozada en el texto fue a
vuelo rasante, en las diversas aristas de una crisis que hunde a la
universidad en un estado de postración, que nuestra generación no había
conocido, ni mucho menos imaginado. De alguna manera, lo aceptemos o no,
todos los que hemos hecho vida universitaria tenemos, aunque sea muy
sutil, un grado de responsabilidad por lo que acontece, ya que
“permitimos” que la institución cayera en el foso en el que hoy se
encuentra. Esa corresponsabilidad nos duele, porque toda nuestra vida
apostamos por su supremacía, pero fallamos en algún punto preciso, y hoy
tenemos una realidad que nos explota en la cara y nos impele a la
reflexión y a la acción.
Hay
que decirlo, la universidad venezolana durante décadas fue trinchera de
la ultraizquierda, y desde ella se lanzaban dardos envenenados contra
la democracia. Fue tal la mentecatez de aquellas posiciones, en las que
no había tonalidades ni claroscuros (sencillamente a ultranza), que
nuestras más importantes instituciones le negaron el Doctorado Honoris Causa
a Jorge Luis Borges, alegando cuestiones que hoy producen risa,
mientras que universidades del primer mundo sí lo hicieron y hoy lo
exhiben con auténtico orgullo. Esto es apenas un ejemplo de aquellas
posturas, que si bien les dieron cierto prestigio a muchas “eminencias”,
hoy son parte del corolario que buscamos eludir para que no nos
salpique con su carga nauseabunda.
La universidad hoy
está en coma, y eso nadie lo pondrá en duda, ahora bien, si como
miembros de la comunidad universitaria (todos sin excepción) tenemos que
reconocer nuestra cuota en esta situación, pienso que con más razón
tendrán que hacerlo las autoridades, cuyas ejecutorias, hoy, van para
casi tres lustros. Y no necesariamente los largos años de gestión
deberían implicar una atenuante frente a la “inacción”, ya que ejemplos
hay de sobra en nuestras universidades (y en otras de países amigos) de
largas y fructíferas gestiones que les dieron lustre y empuje a sus
casas de estudios. Pero asumamos, como lo dije en el artículo anterior,
que muchas de ellas lucen cansadas frente a lo que han sido años de
esfuerzo y de inmensas dificultades, lo que ha implicado decesos y
cargos vacíos por renuncia. Todo eso se entiende y es una dura realidad.
Sin embargo, ser gerentes implica estar en las buenas y en las malas,
en las vacas gordas y en las flacas, de lo contrario no sería una
verdadera gerencia, sino mera circunstancialidad.
Cuando
veo el deterioro de las instalaciones y de las actividades de las casas
de estudios universitarios del país, me pregunto: ¿cómo dejaron los
actuales gerentes que el deterioro llegara a un grado de postración y de
abandono rayano con lo inaudito e impensado? Entiendo que el Estado
(gobierno nacional) tiene una muy elevada cuota de responsabilidad en
todo esto (ya lo expresé con suficiente énfasis en mi artículo
anterior), porque a la final son universidades públicas, pero también la
tienen sus conductores (desde los consejos universitarios, pasando por
las autoridades y decanos, hasta llegar a la base de la pirámide),
porque buscaron esos cargos para activar procesos, para gestionar
recursos hasta debajo de las piedras, y no para contribuir con sus
quejas a sepultarlas. Me disculpan, pero techos caídos, escuelas
cerradas, monte y culebra, escombros y desolación no tienen otra
explicación sino una absoluta falta de gerencia (con honrosas
excepciones).
Siempre he dicho que los gerentes son del
tamaño de las circunstancias, y todos los tiempos han traído sus
dificultades. Quienes están en los puestos claves deberían pasearse por
los anales de sus instituciones, para que lean los serios trances que
vivieron los fundadores. Hubo un tiempo en el que la ULA, mi casa, no
tenía ni siquiera sede, ni recursos que le aseguraran la supervivencia,
pero figuras como Caracciolo Parra y Olmedo, llamado el Rector Heroico, y
otras tantas, la sacaron del foso con sacrificio y voluntad.