No llevo las estadísticas personales acerca de la cantidad de libros que
he leído en mi vida, pero son muchos, sin duda, miles, la aritmética no
me falla, es la memoria de lo leído. Me la paso metido en mi
biblioteca, que no es físicamente grande o extensa, pero sí surtida, y
en un instante recorro mis pasos y empiezo en una suerte de ritual o de
ejercicio que podría ser bueno contra el fulano Alzheimer, y que
consiste sencillamente en recorrer los lomos de los volúmenes con mi
dedo índice, y empiezo: leído, leído, releído, muchas veces releído,
infinidad de veces releído, no leído, tal vez lo lea, por leer, jamás lo
leeré, etcétera. Cada una de estas categorías responde a un hecho
lógico y razonable, pero creo que debo explicar un poco lo relacionado a
la segunda mitad de ellas.
A estas alturas de mi vida que ya
no soy joven, pero tampoco un adulto mayor o un anciano, debo tener ya
las cuestiones muy claras, por lo menos las atinentes al mundo de los
libros, porque le doy al tiempo un valor que antes no le daba, porque lo
tenía todo por delante. Hace años me daba el tupé de terminar de leer
un bodrio por muy extenso que fuera, para obligarme a crear una
disciplina personal, que forjé con la saña de un vicioso: no en vano uno
de mis libros tiene por título El extraño vicio de escribir
(2008), que es en esencia también el de leer. Lo segundo lleva
necesariamente a lo primero. Y me hice la disciplina, convertida luego
en vicio, y muchas veces contra la inquina del cuerpo.
Recuerdo
que me daban las dos o tres de la madrugada metido en la biblioteca
leyendo como un poseso, sin sopesar que cuatro horas después tenía que
estar listo para llevar a mis hijas a sus clases, y prepararme para ir
luego a la facultad para dictar las mías. Si se quiere: un ritmo
desenfrenado, que a la larga me trajo agotamiento, pero también una
formación intelectual y además una obra. No sabría decir si me
arrepiento de todas aquellas ansias de devorar libro tras libro, pero ni
a palos lo podría hacer hoy. El cuerpo ya no me alcanza para tanto.
Sin
embargo, me queda el “sedimento”, es decir, un porcentaje de lo leído
(necesariamente perdemos mucho al andar), pero eso que me queda es tan
importante para mí y tan “vasto”, que lucirá pedante afirmarlo, pero lo
haré, ya no me importa: cada vez que me siento a escribir, o me pongo a
hablar o a disertar frente a un público, lo leído brota como un
manantial y me veo expresando cuestiones que yo sé que están guardadas
desde aquellos tiempos voraces, en los que tragaba libros de manera
activa e indiscriminada (siempre leí tomando notas, no en el propio
libro, sino en libretas o en cuadernos).
Las
categorías “tal vez lo lea” o “por leer” indican que de un momento a
otro, si la vida me alcanza, los sacaré del anaquel y cerraré esos
procesos inconclusos, y tal vez me lleve gratas sorpresas al cerciorarme
de que me estaba perdiendo de libros exquisitos, de verdaderas obras
maestras, de libros inolvidables que dejarán nuevas huellas en mi mente,
pero comprenderé, por la madurez alcanzada, que todo tiene su tiempo
(incluso los libros), y no sentiré amargura por haberlos obviado, ni
tendré mala conciencia por abrirlos luego de mucho tiempo de editados.
Este año he estrenado libros que tenían durmiendo más de una década, y
la emoción ha sido mayúscula, y me han dejado frases, mensajes y
enseñanzas que solo a esta edad podía sopesar en su justa dimensión
ontológica.
La última categoría, es decir,
la de “jamás lo leeré”, obedece a atavismos, a subjetividades, a viejas
ronchas que se formaron luego de frustrados intentos por meterles el
diente, y nada, fueron elusivos, esquivos y mezquinos. O tal vez,
cayeron en mis manos en momentos inoportunos, en épocas de mi vida en
las que me hallaba sumergido en mil cosas (trabajo, cargos, dramas,
disfrutes, apuros, imprevistos…), y los dejé de lado, apenas comenzando o
a mitad de camino, y ya no tengo interés por remontar otra vez sus
empinas cimas.
Podría agregar quizá otra
sobrevenida categoría, la de los libros que merecen una relectura, y
que siempre la postergué por diversas circunstancias. Aquí no puedo
dejar de mencionar la relectura que de El Quijote tengo pendiente desde hace muchos años, así como la de Cien años de soledad y de El amor en los tiempos del cólera
de Gabriel García Márquez. Fue tal el disfrute y el impacto con estas
obras, que debo confesar que me ha dado temor el volver acercarme a
ellas, ya que podría perder esa impronta que está cincelada en mi mente y
que me lleva a asociarlas con el placer y el goce estético. Las
lecturas se impregnan de las vivencias, de los entornos y de las
situaciones que como lectores vivimos para el momento de acercarnos a
una obra, y cuando años después volvemos a un libro, la experiencia
suele no ser de la misma intensidad. Me acaba de pasar con el libro Delirio,
de Laura Restrepo, que leí con verdadero arrobo en el 2004, y que este
año volví a él, pero la experiencia no resultó ni por asomo de la misma
intensidad que la de entonces.
Leer
demasiados libros deja en nosotros una profunda huella, al punto de
dividir nuestras vidas en épocas y en momentos: antes y después de tales
obras. Tener estas experiencias lectoras, es sin duda haber vivido
muchas existencias en una sola. ¿Es dado pedir más a la suerte?