El otro lado de la traducción por Ricardo Gil Otaiza
Ricardo Gil Otaiza
Para quienes carecemos del no tan común don de la poliglotía, tenemos
que conformarnos con leer las traducciones de las obras, y confiar que
ellas reflejan con precisión, la compleja urdimbre de situaciones que
cada libro vertido a nuestra lengua pueda presentar. Por lo general,
quienes somos lectores no solemos prestar mucha atención a los créditos
de los traductores, dando por hecho que la obra es esa en su
completitud, y no es así. En nuestro afán por adentrarnos al libro
anhelado o largamente deseado, obviamos que antes de tenerlo en nuestras
manos pasó por las de un especialista, o de otro artista (diría con
mayor precisión), quien se dio a la ingente tarea de verter cada palabra
a una lengua distinta a la original de la obra.
Los lectores
damos por hecho que el libro que leemos es tal cual lo escribió su
autor, ignorando que muchas veces entre lo original y lo traducido hay
inmensos abismos. Si se quiere, la labor de un traductor cae en el
terreno de la ética, ya que tiene la “obligación” de verter con
precisión y fidelidad una obra a otra lengua, pero resulta que esto es
prácticamente imposible, ya que hay disímiles variables que atentan
contra este desiderátum. Los modismos, los neologismos, los
lugares comunes, las tradiciones, los juegos de palabras, el humor, los
decires y refranes, las inconsistencias autorales, la flora y la fauna
autóctonas, los giros lingüísticos, los nombres de los personajes, la
versatilidad y la riqueza léxica de ambas lenguas, son algunos de los
factores que atentan contra la labor de traducción, y son los verdaderos
quebraderos de cabeza tanto del autor como del traductor.
Se
ha de suponer que lo ideal sería que cuando se desarrolle la labor de
traducción de una obra, trabajen de manera conjunta el autor y el
traductor, pero por razones obvias muchas veces esto es imposible, y el
traductor tiene que echar mano de toda su experiencia para acercarse a
la obra sin traicionar su espíritu. Casos hay de que ha sido el propio
autor quien ha arado cielo y tierra para que sea un determinado
traductor quien traduzca su libro. Gabriel García Márquez echó mano de
todo su poder de seducción, para que fuera el gran Gregory Rabassa quien
vertiera su obra magna, Cien años de soledad, al inglés. Cuando
el Gabo pudo acceder a la versión inglesa de su obra, consideró que el
texto traducido superaba al original. Pero, obvio, esta “dicha” no
siempre es posible, y leemos con frecuencia declaraciones de autores
descontentos con las versiones traducidas de sus obras. Hay además casos
muy extraños, como el referido por Jorge Luis Borges, quien en más de
una ocasión declaró que leyó El Quijote por primera vez en
versión inglesa (recordemos que nació en un hogar bilingüe) y que cuando
pudo acceder a la obra en español, pensó que era una mala traducción
del original. Tal vez sea un tremendismo de parte de Borges, a quien le
fascinaba generar polémica y hacer reír a sus contertulios, pero en el
fondo de la anécdota hay un mensaje preciso: original y traducción
podrían ser considerados obras distintas (es más, esta discusión de
carácter filosófico sigue sobre el tapete en el ámbito académico).
Otra
cuestión muy discutida también, es la referida a si el traductor de
obras literarias deba ser además un literato. De entrada pareciera
lógico, ya que el traductor estaría dotado de la cultura literaria
necesaria para acometer sin tantos problemas su tarea de traducción,
pero a esta “lógica” le salen también sus detractores, ya que argumentan
que el traductor debe ser fiel al libro que vierte y no debería tomarse
libertades, que han llevado (por cierto) a grandes traductores a
literaturizar sus traducciones, reescribiendo los libros que caen en sus
manos y traicionando así el estilo autoral. Al ya citado Jorge Luis
Borges, quien fue un connotado traductor de obras de autores como Edgar
Allan Poe, William Faulkner, Rudyard Kipling, Walt Witman, Virginia
Woolf, André Gide, Hermann Hesse, Franz Kafka, Herman Melville y James
Joyce, entre otros, se le acusa de poner el caldo un poco morado al
intentar “mejorar” muchas veces a los libros, cuentos o fragmentos
originales, insertando “reacomodos”, “interpretaciones” y hasta
digresiones. Gracias a Borges podemos leer y disfrutar el magnífico
relato Bartleby el escribiente de Melville, conocido y alabado en el mundo de habla hispana.
Pero Borges no ha sido la única
luminaria que ha traducido, sabemos también de Julio Cortázar, de
Charles Baudelaire y del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, quienes
se interesaron por igual en la narrativa y en la poesía de Poe. Hay
además grandes traductores profesionales como Constance Clara Garnett,
quien dio a conocer lo mejor de la literatura rusa: Chejov, Tolstoi y
Dostoievski. Maurice-Edgar Coindreau, quien vertió al francés y al
español autores de habla inglesa como Faulkner, John Dos Passos, Ernest
Hemingway y John Steinbeck.
Y por último, y no por menos importante, el santo de los traductores, San Jerónimo de Estridón, quien tradujo gran parte de la Biblia del hebreo y del griego al latín, creando la Vulgata,
que fuera referencia cristiana durante varios siglos, y que dio pie a
las traducciones que del gran libro se hicieron posteriormente a muchas
otras lenguas.