El envejecimiento de los clásicos por Ricardo Gil Otaiza
El envejecimiento de los clásicos por Ricardo Gil Otaiza
Hace pocos días un autor venezolano expresó en Twitter: “Qué mal
envejecieron las novelas de Sabato. O quizá soy yo el que envejeció
hacia una dirección opuesta a aquella emoción inicial, la del
adolescente que leyó esas novelas con un fervor en el que ya no me
reconozco.”
Interesante la observación, ya que nos lleva al tema
del cambio de la mirada del lector con respecto a una obra. Ese cambio
es precisamente el que me frena en mis ímpetus por volver a leer
aquellos libros que tanto me emocionaron en mi juventud, que tanto
disfruté y que atesoro en mi memoria como patrimonio personal, y temo
que luego de una nueva lectura se me rompa en mil pedazos, y de alguna
manera trastoque para siempre mi percepción en torno del libro en
cuestión, y quizás del mismo autor. Sería, ni más ni menos, una
verdadera traición al lector que fui, con mi cosmovisión de entonces,
con mi manera de abordar esos libros, exenta de la mirada crítica que
tanto me afecta el día de hoy.
Hay
lecturas que almacenamos en nuestra memoria y vamos alimentando su
recuerdo con emociones, con pasajes de nuestra propia existencia, con
las ilusiones de entonces, y hasta con la inocencia primigenia que la
envuelve en un halo romántico, imperturbable, sostenido tan solo por una
sombra. Sin querer vamos distorsionando aquello con el paso de tiempo, y
esto nos lleva muchas veces a idealizar la obra y a montarla en una
suerte de nube intocable, muy alta, que los vientos de los años traen a
nosotros una y otra vez tan intacta como en aquel entonces.
He de reconocer que por miedo a perder la inocencia no he releído El Quijote,
ya que la única lectura que hice de este clásico de clásicos fue tan
gozosa y tan grata, que no deseo por nada de este mundo romper esa magia
que se ha instalado en mi ser como un escudo. No me apetece releer la
obra con los claroscuros del presente, porque de seguro que los mismos
la impregnarán, la ensuciarán, la convertirán en jirones de una visión
trastocada por el vivir. El Ricardo que se acercó con reverencia al
libro hace décadas, no es el mismo del presente, porque tengo una
existencia a cuestas, he aprendido y vivido muchas cosas, y de seguro
que esta “madurez” del presente será una suerte de catalejo que me
acercará al libro de Cervantes con una óptica distinta; tal vez
desmitificadora. Igual me sucede con El amor en los tiempos del cólera
de Gabriel García Márquez: el impacto de esa lectura hecha en 1985 fue
tal, que no me he atrevido a acercarme de nuevo a la obra, porque me
horroriza que su magia instalada desde hace tantos años se fracture para
siempre.
Hace poco quise romper con
esos temores, y releí un libro que me fascinó la primera vez que lo leí,
y aunque no es un clásico como tal, la crítica ha sido benévola con él.
Se trata de la novela Delirio, de la autora colombiana Laura
Restrepo, y por más que me esforcé no pude disfrutarlo de nuevo: ante
mis ojos perdió el viejo encanto y el brillo que me llevó a comprarlo y a
obsequiarlo varias veces. Es más, podría afirmar que casi no podía
terminar de leerlo del inmenso aburrimiento que me produjo.
Paradójicamente,
hay clásicos con los que no me sucede este fenómeno, ya que siempre los
releí sin generar posturas románticas y sin darme chance de enormes
distancias que petrifiquen mi mirada. Es decir, nada es taxativo. Por
ejemplo, desde siempre he releído las obras completas de Jorge Luis
Borges, y con cada lectura crece mi admiración por el argentino y hallo
nuevas vertientes y aristas en sus libros. Lo mismo podría decir de El último lector y Formas breves
de Ricardo Piglia, ya que son obras que siempre crecen ante mis ojos y
me muestran rostros distintos y gratos con cada lectura. Suelo releer El general en su laberinto de García Márquez (lo comenté el jueves antepasado) y cada experiencia es gratificante y enriquecedora. Podría citar también En busca de Bolívar, del colombiano William Ospina, releído infinidad de veces con inmenso placer intelectual y estético.
Hay
obras que releí en el pasado y me dejaron un grato sabor, pero hoy ya
no me atrevería a tomarlas de nuevo (el tiempo jugando siempre su
carta). Es como si las mismas hubieran cerrado su ciclo conmigo. Guzmán Blanco. Tragedia en seis partes y un epílogo,
de Tomás Polanco Alcántara, es uno de estos casos. La releí dos veces
hace muchos años, y atesoro muy vivas sus imágenes, pero ya no me atrevo
a volver a ella, porque mi espíritu ya no es el mismo y temo que se
pierda su encanto.
Como se puede observar, todo es cuestión del lector y no de la obra per se.
En realidad los clásicos nunca envejecen, muestran siempre un nuevo
rostro y se acercan de manera sutil a los lectores. Somos nosotros,
quienes en el fluir de las cosas y de la existencia, vamos dejando la
piel y muchas emociones a la vera del camino. Maduramos (aunque no
todos), y esa madurez connota cambio de posturas, de pensamientos, y
también de gustos. Lo que ayer nos fascinó, es posible que hoy nos
desagrade, de allí el temor a perder mucho de nosotros con cada
experiencia lectora. Cuando se nos rompe la idea que teníamos acerca de
una obra (usualmente idealizada por el correr del tiempo), se nos rompe
también una parte de nuestra vida, y eso es sin duda doloroso y nos deja
un enorme vacío.