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La ecuación de la felicidad por Ricardo Gil Otaiza

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RICARDO GIL OTAIZA


Creo que el 2021 fue el año en el que menos leí, ya que de tener mis propios récords personales de casi el centenar de libros leídos durante un año, bajé a treinta y un libros trajinados hasta el final, y varios de ellos reseñados en la prensa nacional. De todas esas lecturas la mayoría fue relectura de tomos que en otros tiempos trajeron a mí grandes satisfacciones, y volví a ellos como el caminante que regresa a los senderos ya andados con el fin de hallar atisbos de alegrías vividas o de nuevas experiencias por disfrutar. Resulta paradójico todo esto, porque cuando estaba con toda mi familia en casa me entregaba sin cuartel a la lectura, y ahora que tengo todo el tiempo del mundo como para leer completa toda mi biblioteca, pues he bajado mi ritmo de lectura a cifras “alarmantes” en mi historia personal.


De esos treinta y un libros voy a reseñar uno que me marcó profundamente, ya que a pesar de haberlo leído en otros tiempos, la nueva lectura me trajo grandes enseñanzas. Si bien no soy de los que piensan que un libro pueda darle un giro definitivo a la existencia, sino que es la suma de todo lo leído a lo largo de la vida lo que ha ejercido un influjo definitivo en el devenir, el título que hoy les traigo me marcó hace pocos meses. Se trata de La Ecuación de la Felicidad (Amat editorial, 2005), del connotado doctor neerlandés Manfred Kets de Vries, quien es un asesor internacional en liderazgo y comportamiento organizacional, con una amplia experiencia en las más importantes universidades del primer mundo.

De entrada parafrasea el autor algo del pensador Bertrand Russell que es tremendo: “Las personas sólo pueden ser felices cuando se sienten parte de la corriente de la vida –dijo–, no una entidad dura y separada como una bola de billar que no puede tener relación con otras entidades como ella, excepto la colisión.” Ni más ni menos, todos necesitamos de todos: interaccionamos, nos relacionamos, buscamos en los otros la completitud necesaria que nos permita alcanzar las metas. La otrora alabada autosuficiencia no es más que una inocentada que se cae por su propio peso, porque somos interdependientes, aunque no lo queramos admitir. Si en una orquesta los integrantes no hacen cada uno de ellos lo que les corresponde según lo establecido en la partitura, por más esfuerzos que haga el director para sacar a la sinfonía adelante, la intención caerá irremisiblemente en el fracaso. En un partido de fútbol si cada jugador hace todo por su propia cuenta sin tomar en consideración a sus compañeros (y a los rivales), ya sabemos en qué parará el marcador.
 
Ahora bien, el trabajo en equipo conlleva necesariamente la sinergia. Es decir, la sumatoria de esfuerzos, cuya resultante será superior a lo que cada uno puede alcanzar por sí solo. Y así es la vida en toda su extensión. Nos movemos en una marea cósmica, fluimos como lo hace un río, somos llevados por variables que hacen de nosotros piezas claves del complejo tinglado de lo humano. Y no lo hacemos solos, sino que tenemos compañeros de camino: otras personas, animales, plantas, microorganismos, etcétera, que constituimos en esencia lo que se denomina como la biosfera. Sin la participación de cada uno, sin su aporte, sin su interacción, la vida sería técnicamente imposible.

Nos presenta el autor un viejo proverbio chino que expresa una verdad oceánica, a propósito de la anhelada receta de la felicidad (que la humanidad entera ha perseguido con afán a lo largo de toda su historia): “es alguien a quien amar, algo que hacer y algo que esperar.” En esencia, el dicho contiene los elementos clave que le dan sentido a nuestras vidas. Quien no ha amado, o no ha sido objeto de amor, no ha vivido, se (le) ha privado de un sentimiento que se hace medular desde la tierna infancia, y nos da fuerza y fortaleza a lo largo del recorrido vital para sostenernos hasta el final. Ah…, pero paradójicamente cuando se pierde o cuando se nos quiebra, caemos en el más profundo de los vacíos, y podría llevarnos a situaciones extremas que pongan en riesgo nuestra integridad emocional y física.
 
Ese “algo que hacer” que reza el proverbio, es fundamental, se erige en una base que nos otorga un sentido del vivir; que llena nuestro tiempo y nuestras emociones y nos hace sentir útiles y necesarios en disímiles contextos. Tener ese “algo que hacer” forma parte de la alegría interior; de una fuerza interna que nos empuja día a día a sortear escollos y a mirar siempre al horizonte con el corazón henchido de anhelo. Lógicamente, quien algo hace, algo espera, y ambos se concatenan en una suerte de rueda del destino personal, familiar y colectivo que trae al mundo pequeñas y grandes conquistas, y que constituyen en definitiva la historia profunda y la épica de lo humano.

“La felicidad cae sobre nosotros de improviso y se nos escurre de las manos del mismo modo y con igual rapidez”, nos dice el doctor Kets de Vries. Por lo tanto, está en nuestras manos el poder definir con precisión cuándo somos felices, o cuándo estamos en presencia de un momento de felicidad, para vivirlo a plenitud, para beber con deleite hasta su última gota, con la mente consciente abierta al mundo de relaciones, y a toda la maravilla que implica el sabernos vivos y a gusto en nuestra propia piel.

rigilo99@gmail.com 




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