Es una práctica entre nosotros hablar del país como si fuera un “ente”: algo ajeno a nuestra responsabilidad; un espacio que los demás deben garantizar y que apenas nos toque de manera tangencial. Jamás reflexionamos en la increíble hazaña y aventura que tenemos por delante de construir, con elevada responsabilidad, ese espacio y esa compleja dimensión de lo humano. Es más, nunca nos detenemos a pensar que el país somos nosotros, y que nos corresponde hacer de él un organismo vivo, en el que podamos relacionarnos, interactuar y crecer sin temor al presente y a los otros, y a lo que ha de venir como producto de nuestras propias acciones u omisiones.
Como país hemos venido en absoluto declive y en una vorágine tan atroz e inverosímil, que solo lo comprendemos quienes aquí vivimos. Cada palmo de nuestra realidad fue desmontado con tal inquina e impunidad, que ningún mecanismo predictivo desde las ciencias sociales, podía ensayarse sin echar mano de la ficción, para acercarse someramente a lo alcanzado. Todo aquí superó a la más inaudita de las catástrofes que como sociedad podíamos esperar, hasta el punto de tener que optarse por la salida, por la diáspora. Ni más ni menos: la huida frente al ominoso presente y al no menos impredecible y nefasto futuro.
La sensación de cese y de quiebre es tan palpable entre nosotros, que lo único que la podría ilustrar con cierta claridad, es la hipotética imagen del día siguiente a un cataclismo, cuando la gente se percata, no sin estupefacción ni horror, de lo perdido. Es algo tan complejo de asimilar y de explicar, que a quienes no son de acá, ni han tenido la oprobiosa oportunidad de vivirlo, se les hace cuesta arriba aceptar que se trate de una verdad, y no de una película de ciencia ficción con la que pretendemos engañarlos.
Casi todo lo alcanzado en nuestra historia contemporánea, se ha perdido. La universidad venezolana, que es la institución que más conozco, está desmantelada. Por doquier lo que se ve es ruinas de lo que antes significó progreso y esperanza. Si bien es cierto que los universitarios continuamos haciendo lo que está en nuestras manos para salvar lo que se pueda salvar, y de seguir mostrando al país y al mundo nuestra producción intelectual y científica, la universidad está herida de muerte, y de no actuarse a tiempo su cuadro podría ser irreversible.
El sentido del civismo ha desaparecido. Que cada quien corra por su vida. Las calles de nuestras ciudades son la jungla: nadie respeta las leyes y el caos se ha hecho dueño de las vías. Manejar en las actuales condiciones es tan riesgoso, que pararse frente a la luz roja de un semáforo es visto como algo estúpido e innecesario por la mayoría, y he llegado a tener la sensación de que a veces resulta hasta “improcedente”, porque te expones a que te lleven por delante quienes van a la libre a toda velocidad. Los conductores manejamos a la defensiva y en tales condiciones todo es un pandemónium.
Hay que poner orden, esto no puede continuar así. Urge devolverle a la gente el espíritu de la denominada ciudadanía. Un país en caos es un verdadero infierno, porque quien está a tu lado ya no es asumido como un conciudadano, sino un potencial enemigo y depredador. Cada persona deberá asumir que el todo (es decir, el país) no es la suma de las partes, sino más que eso (a veces menos). En correspondencia de mis buenas o malas acciones como persona, derivarán resultados para el colectivo.
Lógicamente, para que todo cambie en positivo se requiere que cada uno de nosotros hagamos lo que nos corresponde hacer, siempre pensando en mejorar nuestra calidad de vida, que implica, entre otras variables: el respeto, la tolerancia, la urbanidad, la empatía, la solidaridad, el cooperativismo, la sinergia, y todo aquello que nos eleve por encima de la medida social. Se requiere, entonces, fortalecer el sistema educativo (en todos sus niveles), el sistema sanitario, el aparato productivo y el poder adquisitivo de la población, los servicios públicos (vialidad, electricidad, transporte, telefonía, gas doméstico, acueductos, etc.), los poderes públicos, el sistema monetario, las industrias básicas, y paremos de contar.
Es tal el nivel de deterioro de la vida de los venezolanos, que se requiere de un mega plan bien estructurado que busque articular cada una de las complejas aristas señaladas. Ahora bien, dicho plan no será posible, si antes no se resuelve el problema político de fondo, que nos tiene entrampados desde hace mucho tiempo. Ha llegado la hora de quitarse las caretas. Los factores políticos deberán dejar de lado sus intereses (inmensos, por cierto), y poner por delante las urgencias del país. Estamos hartos de tantas mentiras, de tantos lobos disfrazados de ovejas, de tantos mediocres con aires de grandeza que se han vendido como “solución”, y han demostrado que solo son arribistas y felones.
Pero lo más importante acá, es que cada venezolano asuma su papel protagónico, y actúe. El país es cada ciudadano. Pero lo es, solo si ese ciudadano está activo, despierto, dispuesto a mejorar su entorno y su pequeño ámbito de acción, y que a la larga todo se sume para la reconquista de los sueños. La indiferencia y la abulia llevan al bostezo, pero jamás a grandes obras.