Mérida, Octubre Lunes 14, 2024, 02:09 am
Confieso que me ha sido muy difícil poner mi mente y mis pensamientos en otro lugar que no sea la invasión de Rusia sobre Ucrania el pasado 24 de febrero. La invasión rusa sobre un pueblo libre, autónomo y democrático. Estoy consternado, aterrado por una invasión que pudiera escalar en una confrontación de guerra nuclear, que este acto irracional, desmedido por parte del presidente ruso Vladimir Putin para imponer y lograr unos objetivos de control de riquezas minerales o geoestratégicas, pase por encima de seres humanos, que no les importe en lo más mínimo la tragedia, desesperanza, incertidumbre y muertes de miles de civiles ucranianos cuando bombardean y arrasan ciudades enteras, no les conmueve el terror que viven miles de mujeres, niños, ancianos y hasta sus queridas y amadas mascotas. Jamás me imaginé que podría ver algo así en pleno siglo XXI, en medio de los avances tecnológicos, de las comunicaciones, la ciencia, la modernidad, la razón; mucho menos, cuando la gran mayoría de analistas internacionales y expertos en temas de política, economía rusa y su área de influencia, de todas las tendencias y lugares aseguraban que no se daría una invasión rusa sobre Ucrania. En otras oportunidades he tratado el tema de la democracia, pero creo que hoy más que nunca, hay que ampliar y enriquecer el debate sobre la democracia y la constante amenaza autoritaria. Entendiendo que el debate sobre la democracia siempre será muy amplio, apasionante, controversial, debido a la condición de perfectibilidad que la envuelve. La democracia es mucho más que un sistema de gobierno, es una actuación, un compromiso, un comportamiento, una actitud. Hemos estado convencidos, que a pesar de las amenazas que se ciernen sobre la democracia, debemos correr los riesgos, y defenderla con más democracia sobre la amenazas de modelos autocráticos y autoritarios. Recordemos que cuando aparece la perestroika, se aparece más que como una tentativa de “liberalización” de la URRS como un período de descomposición que Gorbachov no pudo detener. Desde el desastre nuclear de Chernobyl a la guerra de Afganistán, el régimen soviético mostró su incapacidad para manejar sus propios proyectos, el crecimiento disminuyó o se desplomó, y el proyecto americano de “guerra de las galaxias”, por más irrealista que haya sido, puso de manifiesto la incapacidad de la industria electrónica y tecnológica soviética para asegurar mantenerse a la par como potencia con los Estados Unidos. Después de la caída del muro de Berlín en 1989, y la renuncia de la Unión Soviética a su imperio, a su régimen y finalmente a su misma existencia en 1991, no fue por reivindicaciones sociales de nuevos movimientos populares o de nuevas ideas que modernizaran las ya obsoletas del viejo comunismo ortodoxo y dogmático, es decir, no partió de la reconstrucción de la vida social, sino de la gestión económica. Se trató, de la supresión del control que el partido-Estado ejercía sobre el conjunto de la sociedad y, para ello, había que quitar completamente las amarras a la economía. Contra el férreo control político e ideológico, la única respuesta era la economía de mercado, porque ésta significa ante todo la liberación plena del control estatal de la economía. Y como el régimen soviético había sido totalitario, esta libertad económica le pareció a muchos observadores y analistas del proceso, la entrada inmediata en la democracia e incluso en el sistema liberal capitalista. Ilusión en la mayoría de los casos, y sobre todo en la Unión Soviética, pero que no impidió el fin del régimen comunista ruso y el reconocido triunfo de la democracia liberal. Esta circunstancia política generó un ciego optimismo que junto a la visión de un sociocentrismo, permitieron que autores como Francis Fukuyama en 1992, vieran al mundo avanzar hacia su unificación y el fin de la Historia debido al triunfo de la economía de mercado, la democracia liberal, la secularización y la tolerancia. Como el sistema soviético se derrumbó, se creyó que la cultura y la sociedad norteamericana se convertirían en el modelo universal. Nada resultó más falso que esa apreciación. La globalización económica triunfante ha venido produciendo en nuestros días una segmentación acelerada de nuestras sociedades que oponen resistencia a una invasión cultural y formas de consumo provenientes del centro hegemónico, y al mismo tiempo regular y conectarse en todos esos procesos. Autores como Alain Touraine en trabajos como “¿Qué es la democracia?” (2000), ya nos advertía que la palabra democracia se empleaba a menudo como sinónimo de economía de mercado o de civilización occidental, pero está vacía de sentido. Afirmando éste autor que la destrucción del control político e ideológico de la economía es una condición primordial de la democratización; pero no constituye por sí misma la democracia. Y agregaba Alain Tourane, que nada autorizaba llamar democrático al triunfo del mercado que, como hoy en China, mañana en Cuba o Vietnam o ayer en el Chile de Pinochet, puede combinarse fácilmente con un régimen autoritario. En esta narrativa de la globalización y el triunfo de la democracia, llegamos a escuchar y leer a algunos sociólogos afirmando que habíamos ingresado a una “segunda modernidad”, en la que individuos liberados de los vínculos colectivos podrían ahora dedicarse a cultivar una diversidad de estilos de vida, exentos de ataduras anticuadas. Algunos llegaron a afirmar, que el “mundo libre” había triunfado sobre el comunismo y, con el debilitamiento de las identidades colectivas, resultaba ahora posible un mundo “sin enemigos”. Esta visión optimista, nos decía que los conflictos serían cosa del pasado, y el consenso podía ahora obtenerse a través del diálogo. Y que gracias a la globalización y a la universalización de la democracia liberal, podíamos anticipar un futuro cosmopolita que traería la paz, prosperidad y la implementación de los derechos humanos en todo el mundo. Lo que pone al descubierto, o por lo menos a la vista de todos, la invasión rusa sobre Ucrania, es que la tarea de la política democrática no consiste en superar las diferencias mediante el consenso, sino en construirlas de modo tal que activen la confrontación democrática. Ya podemos asegurar que percibir la violencia y la hostilidad por intereses específicos como un fenómeno del pasado, que habían sido eliminados por el progreso del intercambio comercial, y el establecimiento mediante contrato social, de una comunicación transparente entre participantes racionales, es desconocer el conflicto, el antagonismo entre modelos muy diferentes, es la negación de “lo político”. Norberto Bobbio (“El futuro de la democracia”1985), estaba seguro, que la paz del mundo estaría estrechamente vinculada con el aumento del número de los Estados democráticos. La lección aprendida con la invasión de Rusia sobre Ucrania, creemos debe estar en la dirección a que los países occidentales, las democracias liberales, el llamado mundo libre, debe dejar la algarabía y dejar la celebración de los alcances de la globalización y el “triunfo” de la democracia y comenzar una reflexión profunda sobre cómo mejorar, difundir las ideas de libertad y proteger nuestras democracias de las arremetidas autoritarias. Hoy la confrontación, los nuevos antagonismos es el de la Democracia contra las autocracias y autoritarismos. Es la Democracia la contraparte del autoritarismo, no es otra cosa. La guerra que se libra en el mundo, es la guerra de la Democracia contra las autocracias y autoritarismos. Y son estos autoritarismos los que ponen en riesgo, el futuro de la Democracia.