Estamos sometidos a una incertidumbre como jamás la vivió el ser humano.
Cada circunstancia nuestra quiebra las estructuras del ayer, como si un
fuerte torbellino nos impulsara a más y más derroteros, sin posibilidad
alguna de oponer nuestra voluntad. Hemos roto con el pasado de una
manera drástica, y nos aprestamos a otear a cada instante nuevos
horizontes sin mirar atrás.
Alguna vez leí en un libro del gran
escritor y periodista israelí Amos Oz, que nuestros antepasados tenían
muy claro en dónde habían nacido, en qué lugar vivirían siempre, qué
trabajo desempeñarían, y hasta en dónde morirían. Se quejaba del
desconcierto de las nuevas generaciones ante el futuro, y hacía un
llamado a recomponer las piezas de nuestra existencia. Su pensamiento me
dejó inquieto, y me impulsó a un sinnúmero de reflexiones. Constato, no
sin asombro, que todo ello era el signo de los nuevos tiempos.
En el año 2000 el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman formuló una interesante teoría, que denominó la Modernidad líquida,
en la que analiza con pasmosa ironía a la sociedad contemporánea, y la
contrapone con el pasado, para llegar a la conclusión de que hemos dicho
adiós a la modernidad sólida, es decir, la que conocíamos, la que
sustentaba nuestras vidas (familia, escuela, trabajo y sociedad); la que
nos permitía marchar con certeza en la conquista de nuestro destino.
Nada es predecible, todo es objeto de profundos cambios, que se dan de
manera vertiginosa sin que apenas los notemos, y esos cambios nos
arrastran a insospechados caminos.
Groso modo, como lo
expresaban Oz y Bauman, la vida de nuestros antepasados seguía ciertos
patrones, tales como casarse antes de cierta edad, trabajar en tal
empresa o casa de empleos, hallar el acomodo existencial en un contexto
determinado; seguir los derroteros de su familia y de su generación.
Esto hoy ya no es posible, ya que fuerzas ajenas a nuestros anhelos y
deseos, nos empujan a reinventarnos constantemente, a ver en el
horizonte signos de interrogación que nos causan estrés y desasosiego.
Muchos llaman a esa Modernidad líquida como posmodernidad,
lo que conlleva, necesariamente, un rompimiento con los viejos
esquemas, una deconstrucción del gran edificio de la vida moderna, un
enfrentarse a cada instante con el fantasma del miedo al futuro, que nos
atosiga y enferma. Hoy, según esa lógica, todo es líquido: el amor, el
trabajo, la familia, los amigos, y hasta nuestros propios sueños y metas
personales.
En contraposición con la “solidez” del
pasado, que nos mostraba un rostro familiar y aparentemente seguro,
nuestro día a día es, sin más, un mero tránsito hacia lo desconocido,
hacia una nada que vamos articulando según se nos vayan presentando las
circunstancias. Esa liquidez, por llamarla de alguna manera, fluidifica
el existir, lo lleva como un río que se pierde en ignotos parajes. Nada
es lo que pensamos, todo está sujeto a la duda, y esa vorágine vital
hace de nuestros pensamientos y de nuestras acciones, un vórtice
enloquecedor, que nos empuja a insertarnos en la corriente sin prever
las posibles consecuencias.
La globalización ha sido un
factor determinante de toda esta situación. La interconexión de todas
las variables que mueven al mundo, ha hecho posible el giro inaudito
(¿dramático?) de los derroteros humanos y civilizatorios. Esa errancia
en la que se ha convertido la existencia, trastoca de alguna manera que
las personas podamos echar raíces, sentirnos parte de un contexto (de
una ciudad y hasta de una familia), el tener un sentido de pertenencia a
“algo” o a alguien. Nuestra clave hoy, es sin duda, el estar y no
estar, el ser de acá pero de todas partes, el tener una vida que apunta
hacia una diversidad impensable para nuestros ancestros.
La
sociedad líquida, la cultura líquida y el tiempo líquido son, qué duda
cabe, signos evidentes de un cambio profundo, que ha escindido el
devenir humano y planetario. No somos los de antes. Nuestra existencia
está marcada por la mácula de la transitoriedad en todo, pero,
paradójicamente, nunca antes el ser humano había tenido una mayor
expectativa de vida como hoy. Nos mecemos por tanto entre el ser y el no
ser, entre irnos o quedarnos, entre cumplir nuestros planes (líquidos
también), o dejar que nos arrastren los hechos como les pasa a las hojas
caídas con el paso del viento.
Sin embargo, la
incertidumbre de hoy es también un aliciente para estar preparados para
lo que vendrá. Salir de la burbuja que nos envuelve, es abrirnos al
mundo y a sus ingentes desafíos. Tal vez esta liquidez de la vida que
nos hablan Oz y Bauman, sea una enorme oportunidad para hacernos más
flexibles, para articularnos con la pluridimensionalidad de la vida,
para echar a volar sin límites nuestros más arraigados anhelos; para
desterrar de nuestros genes el peso de lo inevitable y predecible.
Todo
este cambio paradigmático y de visión lo que nos dice, es que podemos
construir nuestra existencia, que no estamos condenados a derroteros
inamovibles y certeros, como les acaecía a nuestros antepasados. Si todo
es incertidumbre y duda, pues estamos obligados a desvelar las sombras,
para poder avanzar sin entrar en el abismo y en la nada. Si rompimos
con los patrones del pasado, es posible seguir sin errar el camino.
Caeremos mil veces rodillas en tierra, pero nos levantaremos mil veces
más. ¿Quién dijo miedo?