Muchas cuestiones encabezan los ránquines del interés planetario, y en
ese gran espectro de posibilidades, hallamos cuestiones tan monstruosas
como la guerra, la venta de armas, el tráfico de drogas ilícitas, la
trata de personas, el hambre en muchos países, la diáspora por
cuestiones políticas, la destrucción del medio ambiente, y paremos de
contar. Todo esto, como se supone, pone los pelos de punta, y nos lleva a
múltiples reflexiones que deberían empujarnos a intentar mejorar
nuestro pequeño espacio, o nuestra burbuja personal. Soy de los que
piensan que si nosotros cambiamos e intentamos mejorar nuestro ámbito
familiar, social y laboral, el mundo podría ser otro. No descubro el
agua tibia al afirmar que el mundo está muy mal, y las probabilidades de
que sea aún peor son elevadas.
Empero, a mi edad soy un
convencido del enorme influjo que implica la palabra, y su fuerza
avasallante. Resulta inaudito entonces, que siendo ella una herramienta
tan importante, hasta el punto de denominársele “poderosa arma”, su
noción no esté incluida entre los grandes intereses planetarios, y pase
sin pena ni gloria siendo uno de los motores que mueven al mundo. Tanto
es así, que con la palabra podemos construir verdaderos paraísos
terrenales, pero también hundir a los otros en la oscuridad del averno.
Es
tan decisivo en nuestras vidas el manejo de la palabra, que cuando el
presidente de una potencia hace un uso inadecuado de ella, echando mano
del insulto y la descalificación, o anunciando de manera inadecuada y
torpe una medida política de alcance global, de inmediato se encienden
las alarmas y las luces rojas, y todo ello se traduce en la estrepitosa
caída de las bolsas de valores, en la preparación del arsenal militar
por parte de los potenciales implicados, en la elevación de los precios
del petróleo ante una posible escasez, o en el cese del flujo de energía
de una región a otra, con sus inevitables consecuencias (y sufrimiento)
para todo el planeta.
Lo arriba expresado lo vemos hoy
con meridiana claridad en el contexto de la cruel agresión de la Rusia
de Putin contra Ucrania, y su enfrentamiento con los países de la OTAN.
Todo ello ha derivado en una crisis económica que golpea a todos y en la
resucitación de la denominada Guerra Fría, que pone al mundo contra la
soga, así como entre dos inmensos y peligrosos bloques de poder político
y nuclear, que podrían desatar en cualquier instante una hecatombe (el
famoso botón rojo del que se nos hablaba décadas atrás, y que fuera musa
para escritores y cineastas del género del horror).
La palabra ha sido y es la clave en el devenir humano. Cuando leemos textos clásicos como la Biblia, la Ilíada y la Odisea,
entre otros, nos horrorizamos al percatamos de que todo ese drama
humano descrito en prosa o en poesía (bien por inspiración de Dios o de
algunos autores) es producto de la palabra utilizada como arma de
guerra; como fuente de dominación y de conquista. Amor y odio, lealtad y
traición, obediencia y desobediencia, guerra y paz, todo obedece a la
intencionalidad de una palabra proferida para alcanzar unos fines.
La
palabra no es inocente y responde a un pensamiento que la articula en
pos de unos objetivos, de allí su importancia. Cuando se escribe un
libro y se echa mano del lenguaje, todo responde a un mensaje
codificado, que deberá ser internalizado e interpretado desde su
experiencia por quien lee. Un discurso, si bien es una lúcida
herramienta retórica de la inteligencia y del arte de la escritura
(Borges solía afirmar que el discurso es el género literario más
elevado), busca mover emociones en quienes lo escuchan. No es una
casualidad, que luego de una arenga dada por un político astuto, sagaz y
bien dotado en oratoria, las masas exaltadas hayan cometido crímenes y
atrocidades, que bien ha sabido guarda la memoria de la humanidad como
quiebres de tiempos históricos y ominosos cruces de caminos.
Si
la palabra es tan poderosa, no se comprende entonces el que no le
prestemos la debida atención, si queremos de verdad producir profundos
cambios en nuestras vidas. En este sentido, nos preparamos desde muchas
aristas, y articulamos estrategias para alcanzar importantes objetivos.
Sin embargo, dejamos la palabra al voleo, como salga, sin sopesar con
objetividad lo que ella podría significar para nosotros, de precisarla
con atención y seriedad. Ahora bien, la palabra hay que cultivarla; no
es cuestión de dejarla a la libre. Su cultivo requiere mucho de
nosotros: largas horas de lectura activa (diccionario y libreta de notas
a la mano), y de persistente práctica.
Claro, sabemos
que hay líderes natos que echan mano de la facilidad que tienen para
expresar sus ideas, pero con todo y haber nacido con el talento natural
de poder llegar a las masas, lo líderes positivos se preparan, se
esfuerzan para elevar sus discursos a cimas de excelencia. Entre
nosotros tuvimos a grandes oradores que cambiaron nuestra historia, pero
cuando los estudiamos nos percatamos de que no se contentaron con lo
que tenían, sino que buscaron amueblar su pensamiento y, con él, cómo lo
expresaban. Rómulo Betancourt, Andrés Eloy Blanco, Rafael Caldera,
Jóvito Villalba y Carlos Andrés Pérez, entre otros, son claros ejemplos.
El mundo recuerda a Lincoln, Churchill, Gandhi y Luther King, quienes
con la palabra torcieron para bien la línea de la historia.