Soy un autodidacto en esto de la escritura; aunque considero que buena
parte de quienes nos dedicamos seriamente a esta labor lo somos de algún
modo. No asistí a ningún taller literario como alumno (pero sí como
profesor), y tomé al pie de la letra aquello de aprender por ensayo y
error, lo que ha traído consigo cierto aprendizaje luego de varias
décadas en el oficio. Muchos de mis lectores expresan con frecuencia que
tienen que apelar al diccionario para leerme, cuestión que lamento,
porque no es nada exprofeso, o que me haya propuesto para asombrarlos o
lucirme con la variedad de palabras. Simplemente, he leído tanto en mi
vida y de manera activa, investigando acerca de todos aquellos vocablos
que no conocía, y luego incorporándolos a mi escritura, que pareciera
que escribo rastreando palabras “extrañas” para complejizar mi prosa, y
no es así.
Cuando comparo mi escritura de hace treinta años con
la de hoy, veo cambios sustanciales en positivo. La de ayer era un tanto
pedante y pomposa, con oraciones muy elaboradas y hasta pesadas. El
tiempo ha traído consigo una suerte de depuración en mi lenguaje
escrito, ya que intento (ojalá y lo logre algún día) escribir tal y como
hablo. Sonará extraño esto que acabo de decir, pero juro que es así.
Sé, obviamente, que una cuestión es la prosa oral y otra la escrita,
pero me fascina echar mano de frases cortas y nada de oraciones
subordinadas, para que quienes me lean sientan que están hablando con un
amigo que necesita expresarles algo (parecido a un susurro), en la
intimidad de su Yo Interior.
Hasta hace pocos años me
devanaba los sesos sustituyendo vocablos para evitar las repeticiones y
los sonidos cacofónicos, pero hoy me he deslastrado un tanto de ese
apremio, porque no es grave repetir palabras, ni tampoco los sonidos
musicales o que rimen en la prosa; todo depende de cómo se lea. En la
antigüedad quienes escribían tampoco se preocupaban mucho por este
aspecto, pero era porque sus textos se iban a leer en voz alta. No es lo
mismo leer en el pensamiento que a viva voz. En el primer caso, los
lectores pescan rápidamente las repeticiones y las cacofonías, y en el
segundo, es como escuchar a alguien (que es uno mismo) hablar en alto en
un salón o en un auditorio.
Si bien es cierto que la
rapidez de nuestros días nos impele a leer aquello que es breve, y que
generalmente nos llega por la vía de las redes (¡las fulanas redes!),
veo con alegría que esa misma rapidez nos está obligando a leer en voz
alta, porque aquello que nos entra por dos de nuestros sentidos (oído y
vista) lo captamos mejor que por uno solo, y el mensaje que se nos
quiere transmitir es internalizado con mayor eficacia, y pasa
rápidamente a formar parte de nuestra experiencia personal.
Como
autor considero que la primera fase de la escritura es en sí misma
bastante dura, porque hay la tensión de poder plasmar sin mayores
sobresaltos lo que llevamos dentro. Y eso no es para nada sencillo. Una
cosa es lo que pensamos y otra es lo que escribimos. Decía Monterroso en
una de sus famosas frases: escuchaba una melodía preciosa en mi cabeza y
otra era la que salía. A veces no hay la concatenación perfecta entre
la cabeza pensante y las manos hacedoras. Hay además aquello que muchos
necesitan franquear, y que se ha dado por denominar como el síndrome de
la página en blanco (que para mí no ha sido un problema), que agrega un
elemento más a la complejidad de plasmar por escrito las ideas.
La
otra fase de la escritura es la de corrección, y es la que más
disfruto. Y es aquí cuando rompo las amarras y leo en voz alta el texto
que tengo en la pantalla. Necesito escucharme para detectar las fallas y
los errores. Si leo con la mente ella me engaña, y lo hago de manera
automática (mapa mental) sin detectar los ruidos y los posibles
problemas presentes.
Ahora bien, en voz alta la
repetición de palabras no es un problema grave, así como tampoco los
sonidos cacofónicos. A lo sumo (y eso queda para quien lee en silencio),
descuido del autor (y solemos ser un tanto descuidados quienes tenemos
que producir contenidos a un ritmo trepidante, y no parar en locos).
Bueno, los escritores tampoco somos perfectos. Es más: somos tan
imperfectos como los otros. Lo que pasa es que nos corresponde ver los
defectos de los demás (sobre todo, quienes hacemos crítica literaria), y
en ese proceso obviamos de manera no tan inocente los nuestros
(jejejeje).
Me entero recientemente por una entrevista
que le hicieron al gran Jorge Luis Borges, que a él tampoco le
preocupaban las repeticiones. Es más, las defiende como un mecanismo que
impide que el lector se pierda en la lectura, ya que al cambiarle las
palabras por sus sinónimos, el lector podría creer en un momento
determinado que se trata de otra cosa, y se va por un camino distinto.
Hoy,
con toda la experiencia sobre los hombros, que se traduce en años y en
canas (miren mi fotografía y cerciórense), pienso que la prosa debe
estar deslastrada de todo artificio que se interponga entre el autor y
el lector. Sin dejar de ser elegante y limpia, la prosa debe ser diáfana
y sencilla, sin rebusques ni artimañas para que nos consideren
luminarias (ya hay demasiadas en las redes, ¿no lo creen?). La prosa
debe comunicar, así de simple, porque de lo contrario es un inútil
ejercicio de vanidad y de egolatría, que termina con demasiada pátina
encima.