Cada persona tiene su propia ceremonia cuando de lectura se trata. Es
decir, no todos funcionamos igual frente a un libro, razón por la cual
es bueno precisar los detalles para saber a qué atenernos. Mi
experiencia lectora y como escritor me ha llevado a conocer a muchos
otros, y ese conocimiento ha implicado saber cómo hacen cuando están por
primera vez frente a un libro. Por ejemplo, lo que yo hago, y sé que
mucha gente también, luego de quitarle el envoltorio de papel celofán,
es oler en profundidad las páginas y así me quedo extasiado durante un
buen rato. Lo abro de manera aleatoria, hojeo (ojeo) aquí y allá, y
luego paso todas las páginas de sopetón frente a mi nariz, para no
perderme el aroma del papel y de la tinta. No importa si el libro es
viejo: igual, lo olfateo, aunque sé que con ese ejercicio respiratorio
estoy inhalando también los ácaros y el polvo acumulados por el ejemplar
durante todos los años de su existencia, y a veces la gracia resulta en
una crisis estornutatoria que cuesta curar, y deja mi rostro
cogestionado. Por fortuna no soy asmático, ya que sería fatal.
Siempre
pensé que si me decidía por un libro, a juro tenía que hacerlo desde el
comienzo hasta el final, lo que implicaba leerlo completo, así no me
gustara, y empezaba desde las primeras páginas hasta las últimas.
Además, desde mi albores como lector, por allá en la lejana juventud,
asumí que todo lo que estaba escrito en un libro era para leerlo. Me
explico, leía obviamente la carátula, y seguía con el lomo, la
contracarátula, las solapas, la página legal, el prólogo, las notas de
pie de página, y hasta el pie de imprenta. No me perdía nada que
estuviera impreso en mi ejemplar. Hoy, ¡nada que ver!
Los
años me enseñaron que mi tiempo es un tesoro y que no debo malgastarlo
leyendo un libro que me resulta un bodrio o un ladrillazo. A las
primeras de cambio, es decir, unas quince o veinte páginas, si el libro
no me ha atrapado, le digo adiós para siempre. Eso que hacía antes de
que todo, absolutamente todo lo que estaba escrito en un libro lo leía,
hoy no lo hago. Voy al grano. Es más, aprendí que muchos prólogos no se
corresponden con lo escrito en el libro, o lo eluden de manera
maquiavélica. Pues, para no perder mi tiempo, me los salto sin mucho
cargo de conciencia.
Sé que los prólogos por definición
buscan orientar al lector, introducirlo en los caminos de una obra, pero
las canas me dicen que esos textos en su mayoría enredan el pabilo, y
lo que hacen es llenarnos de prejuicios a favor o en contra del texto; y
ni los miro. Los fulanos estudios y presentaciones que anteceden a
muchas obras, escritos por supuestas autoridades en el área, son
intragables, y si pudiera arrancarlos del ejemplar lo haría, solo que no
me gusta maltratar a mis libros. Sencillamente, para mí no existen.
Pero no se crean. Antes leía con fruición los prólogos, los estudios y
las presentaciones, y eran para mí el santacsanctórum de toda
obra, pero con molestia me fui enterando que muchos de quienes escriben
tales prosas, no se han leído las obras, y se lanzan de manera inaudita
en una suerte de tirar a pegar, y de memoria.
El último de estos textos que leí fue hace veinte años, y se trató de la Presentación de Carlos Fuentes a la Antología del cuento norte-americano.
En el texto en cuestión, Fuentes cita de memoria el cuento más breve
del mundo de Augusto Monterroso, y lo hace mal. Escribió el mexicano:
“Los hispanoamericanos conocemos (y celebramos) el cuento más corto de
todos, El dinosaurio de Tito Monterroso: Cuando desperté, el
dinosaurio seguía allí”. Si Fuentes se equivocó citando un texto de
apenas una línea, pues ustedes me dirán qué no harán los prosistas con
citas más extensas. Para quienes no lo conocen, el cuento monterrosiano
dice textualmente: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba
allí”. A partir de entonces, y como comprenderán, dejé de pensar que
esas parrafadas eran valor agregado a las obras, y las veo como meros
estorbos y ejercicios de soberbia y de pirotecnia verbal.
Hoy
no me estreso si no termino de leer un libro, o si lo dejo por la
mitad, o si comienzo a leerlo en la página 100, o a partir del capítulo
final. Ese viejo ritual de arrancar desde las páginas de guarda hasta el
punto final, pues ya no es posible con todos los libros que caen en mis
manos. Valoro demasiado mi tiempo y mis ojos. Me ha sucedido, debo ser
honesto, que he comenzado a leer desde las últimas páginas y he ido
leyendo de atrás hacia adelante hasta llegar al comienzo. ¡Una
ridiculez! Es posible. Pero eso forma parte también de la experiencia
lectora.
Mantengo muchas fases de mis rituales en la
lectura. Nunca dejo de oler los libros. Y créanme, muchas veces al oler
un viejo ejemplar me remonto a la época en la que lo leí por primera
vez. Obviamente, tenemos memoria olfativa. Marco mis lecturas con un
marcapáginas, jamás doblo las puntas de las hojas o la media página. No
acostumbro a subrayar, aunque lo he hice en otros tiempos. Prefiero
tomar notas en una agenda, que vulnerar la estética de mi ejemplar. Ah,
de vez en cuando les paso un trapito a los libros para quitarles el
polvo, con la no remota ilusión de devolverles el esplendor de sus
mejores días. Procuro evitar que les dé el sol y se pongan amarillos;
vano intento por cierto.
Manías de viejo lector, pero que han marcado mi vida.