Mérida, Septiembre Martes 26, 2023, 06:07 pm

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Rituales en la lectura por Ricardo Gil Otaiza

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Ricardo Gil Otaiza


Cada persona tiene su propia ceremonia cuando de lectura se trata. Es decir, no todos funcionamos igual frente a un libro, razón por la cual es bueno precisar los detalles para saber a qué atenernos. Mi experiencia lectora y como escritor me ha llevado a conocer a muchos otros, y ese conocimiento ha implicado saber cómo hacen cuando están por primera vez frente a un libro. Por ejemplo, lo que yo hago, y sé que mucha gente también, luego de quitarle el envoltorio de papel celofán, es oler en profundidad las páginas y así me quedo extasiado durante un buen rato. Lo abro de manera aleatoria, hojeo (ojeo) aquí y allá, y luego paso todas las páginas de sopetón frente a mi nariz, para no perderme el aroma del papel y de la tinta. No importa si el libro es viejo: igual, lo olfateo, aunque sé que con ese ejercicio respiratorio estoy inhalando también los ácaros y el polvo acumulados por el ejemplar durante todos los años de su existencia, y a veces la gracia resulta en una crisis estornutatoria que cuesta curar, y deja mi rostro cogestionado. Por fortuna no soy asmático, ya que sería fatal.

 
Siempre pensé que si me decidía por un libro, a juro tenía que hacerlo desde el comienzo hasta el final, lo que implicaba leerlo completo, así no me gustara, y empezaba desde las primeras páginas hasta las últimas. Además, desde mi albores como lector, por allá en la lejana juventud, asumí que todo lo que estaba escrito en un libro era para leerlo. Me explico, leía obviamente la carátula, y seguía con el lomo, la contracarátula, las solapas, la página legal, el prólogo, las notas de pie de página, y hasta el pie de imprenta. No me perdía nada que estuviera impreso en mi ejemplar. Hoy, ¡nada que ver!
 
Los años me enseñaron que mi tiempo es un tesoro y que no debo malgastarlo leyendo un libro que me resulta un bodrio o un ladrillazo. A las primeras de cambio, es decir, unas quince o veinte páginas, si el libro no me ha atrapado, le digo adiós para siempre. Eso que hacía antes de que todo, absolutamente todo lo que estaba escrito en un libro lo leía, hoy no lo hago. Voy al grano. Es más, aprendí que muchos prólogos no se corresponden con lo escrito en el libro, o lo eluden de manera maquiavélica. Pues, para no perder mi tiempo, me los salto sin mucho cargo de conciencia.
 
Sé que los prólogos por definición buscan orientar al lector, introducirlo en los caminos de una obra, pero las canas me dicen que esos textos en su mayoría enredan el pabilo, y lo que hacen es llenarnos de prejuicios a favor o en contra del texto; y ni los miro. Los fulanos estudios y presentaciones que anteceden a muchas obras, escritos por supuestas autoridades en el área, son intragables, y si pudiera arrancarlos del ejemplar lo haría, solo que no me gusta maltratar a mis libros. Sencillamente, para mí no existen. Pero no se crean. Antes leía con fruición los prólogos, los estudios y las presentaciones, y eran para mí el santacsanctórum de toda obra, pero con molestia me fui enterando que muchos de quienes escriben tales prosas, no se han leído las obras, y se lanzan de manera inaudita en una suerte de tirar a pegar, y de memoria.
 
El último de estos textos que leí fue hace veinte años, y se trató de la Presentación de Carlos Fuentes a la Antología del cuento norte-americano. En el texto en cuestión, Fuentes cita de memoria el cuento más breve del mundo de Augusto Monterroso, y lo hace mal. Escribió el mexicano: “Los hispanoamericanos conocemos (y celebramos) el cuento más corto de todos, El dinosaurio de Tito Monterroso: Cuando desperté, el dinosaurio seguía allí”. Si Fuentes se equivocó citando un texto de apenas una línea, pues ustedes me dirán qué no harán los prosistas con citas más extensas. Para quienes no lo conocen, el cuento monterrosiano dice textualmente: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. A partir de entonces, y como comprenderán, dejé de pensar que esas parrafadas eran valor agregado a las obras, y las veo como meros estorbos y ejercicios de soberbia y de pirotecnia verbal.
 
Hoy no me estreso si no termino de leer un libro, o si lo dejo por la mitad, o si comienzo a leerlo en la página 100, o a partir del capítulo final. Ese viejo ritual de arrancar desde las páginas de guarda hasta el punto final, pues ya no es posible con todos los libros que caen en mis manos. Valoro demasiado mi tiempo y mis ojos. Me ha sucedido, debo ser honesto, que he comenzado a leer desde las últimas páginas y he ido leyendo de atrás hacia adelante hasta llegar al comienzo. ¡Una ridiculez! Es posible. Pero eso forma parte también de la experiencia lectora.
 
Mantengo muchas fases de mis rituales en la lectura. Nunca dejo de oler los libros. Y créanme, muchas veces al oler un viejo ejemplar me remonto a la época en la que lo leí por primera vez. Obviamente, tenemos memoria olfativa. Marco mis lecturas con un marcapáginas, jamás doblo las puntas de las hojas o la media página. No acostumbro a subrayar, aunque lo he hice en otros tiempos. Prefiero tomar notas en una agenda, que vulnerar la estética de mi ejemplar. Ah, de vez en cuando les paso un trapito a los libros para quitarles el polvo, con la no remota ilusión de devolverles el esplendor de sus mejores días. Procuro evitar que les dé el sol y se pongan amarillos; vano intento por cierto.
 
Manías de viejo lector, pero que han marcado mi vida.
 
rigilo99@gmail.com




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