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La memoria en nuestros días por Ricardo Gil Otaiza

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Ricardo Gil Otaiza


Provengo de una generación que no la tuvo nada fácil para formarse. No teníamos laptops, tabletas, móviles, Internet, redes sociales; ni nada de las ventajas tecnológicas de las que hoy disfrutamos. A mis alumnos de la universidad suelo mostrarles mi dedo medio de la mano derecha y el callo que se formó desde mis tiempos escolares, cuando tenía que estar horas y horas transcribiendo de los libros a los cuadernos, tomando y pasando apuntes en las clases, haciendo trabajos a mano (llamados entonces “composiciones”), y escribiendo todo, absolutamente todo a mano, porque en las máquinas de escribir era engorroso y yo lo hacía con dos dedos, y eran más las hojas tiradas al cesto que las terminadas correctamente y sin enmiendas.

En las clases simplemente tomábamos apuntes, ya que a los profesores les gustaba el caletre y en los exámenes teníamos que repetir con precisión lo dictado, porque de lo contrario reprobábamos. Recuerdo muchos de aquellos exámenes en los que el profesor ponía un párrafo, en el que había rayas para que los alumnos completáramos con las palabras exactas que él o ella habían dado en la clase. Ese caletre, tan desprestigiado hoy en día, estimulaba nuestra memoria, pero si se te olvidaba aunque fuera un conector, todo lo demás entraba en un oscuro limbo, y adiós. Mi primera novela (jamás publicada) la escribí en una máquina portátil que compré especialmente para esto. Recuerdo los centenares de hojas tamaño oficio (se usaban más que las de tamaño carta) tiradas al cesto, los benditos correctores de las palabras (hoy en mis pesadillas corrijo con ellos), y los centenares de horas invertidas para tener un texto más o menos decente. Al lado de la máquina ponía mi Diccionario de la Lengua Española (soy amante de los diccionarios y de las viejas enciclopedias), la cajita roja con los papelitos correctores y los frasquitos con una tinta blanca que uno aplicaba con una brochita para borrar palabras y hasta frases completas. En aquellos tiempos la memoria era clave en nuestras vidas. Yo por lo menos me sabía no menos de treinta números telefónicos, las direcciones exactas de mis familiares y de mis amigos, los títulos y los autores de las obras literarias emblemáticas de mi país, los nombres de los héroes patrios y las fechas más importantes de las efemérides nacionales y las epopeyas, así como las de los países vecinos, y algunas de gran relevancia del mundo. Nos tocaba aprender la geografía, los límites de las naciones, los nombres de las elevaciones, de los mares y de los lagos más importantes.

Con la llegada de la Internet y sus buscadores, todo cambió. Lentamente fuimos cediendo terrenos hasta convertirnos en dependientes del ciberespacio. Tanto es así, que en algunas universidades han estudiado este proceso al que han denominado como “Fenómeno Google”. Gracias a esta “nueva” situación, transferimos nuestra memoria a los buscadores hasta convertirlos en una suerte de “memoria externa”, a la que recurrimos de manera permanente y allí indagamos lo concerniente a todos los aspectos de nuestras vidas. En este sentido, las nuevas y las viejas generaciones ya no memorizamos datos ni información de relevancia, porque estamos seguros de que desde nuestras laptops, tabletas y teléfonos accederemos a ella con tan solo un clic (o click).

Para el investigador Daniel Wegner de la Universidad de Harvard, propulsor de la denominada “memoria transactiva”, si recordamos dónde hallar información importante, así no la guardemos como conocimiento en nuestra memoria, ampliamos nuestras fronteras mentales. Es decir, lo importante para este investigador es saber conectar con la fuente de la información y del conocimiento, lo que no atiborra nuestra mente de datos innecesarios que se pueden hallar externamente en otras personas (o en la Web). Para él lo fundamental es la memoria colectiva, ya que entre todos recordamos y aportamos detalles más que cada uno de nosotros de manera individual. En palabras del propio Wegner: “es la combinación del recuerdo individual y el grupal hecho de manera sistémica”.

No obstante, todo esto tiene su haz y envés. Sin más: las dos caras de una moneda. Desde el ámbito de lo humano, estamos dejando en manos de los otros y de la tecnología aquello que en mis tiempos infantiles y juveniles estábamos en la obligación de retener y de almacenar en la memoria. Ya no nos esforzamos por recordar un número telefónico, una dirección o cualquier otro dato, porque contamos con soportes externos que suplen esa capacidad con la que nacimos, y que debemos potenciar con el paso del tiempo porque de lo contrario corremos el riesgo de la atrofia. Cuando en mis tiempos universitarios tomábamos apuntes, debíamos luego procesar todo aquello e internalizarlo. Hoy nuestros jóvenes le toman una fotografía a la diapositiva con sus teléfonos, y asunto resuelto. O van a la Web, bajan el material en medio de miles de opciones, copian y pegan, y envían la tarea.

El análisis crítico que requiere manejar información para adecuarla a nuestras propias necesidades personales, se pierde a pasos vertiginosos. Hemos postergado la memoria y lo que implica en nuestra formación académica e intelectual, para dejar que sean los soportes tecnológicos los que hagan la tarea. Sin más, cedemos espacios humanos en pos de las tecnologías.

rigilo99@gmail.com

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