Mérida, Junio Sábado 10, 2023, 02:51 pm
Provengo de una generación que no la tuvo nada fácil para formarse. No
teníamos laptops, tabletas, móviles, Internet, redes sociales; ni nada
de las ventajas tecnológicas de las que hoy disfrutamos. A mis alumnos
de la universidad suelo mostrarles mi dedo medio de la mano derecha y el
callo que se formó desde mis tiempos escolares, cuando tenía que estar
horas y horas transcribiendo de los libros a los cuadernos, tomando y
pasando apuntes en las clases, haciendo trabajos a mano (llamados
entonces “composiciones”), y escribiendo todo, absolutamente todo a
mano, porque en las máquinas de escribir era engorroso y yo lo hacía con
dos dedos, y eran más las hojas tiradas al cesto que las terminadas
correctamente y sin enmiendas.
En las clases simplemente
tomábamos apuntes, ya que a los profesores les gustaba el caletre y en
los exámenes teníamos que repetir con precisión lo dictado, porque de lo
contrario reprobábamos. Recuerdo muchos de aquellos exámenes en los que
el profesor ponía un párrafo, en el que había rayas para que los
alumnos completáramos con las palabras exactas que él o ella habían dado
en la clase. Ese caletre, tan desprestigiado hoy en día, estimulaba
nuestra memoria, pero si se te olvidaba aunque fuera un conector, todo
lo demás entraba en un oscuro limbo, y adiós. Mi primera novela (jamás
publicada) la escribí en una máquina portátil que compré especialmente
para esto. Recuerdo los centenares de hojas tamaño oficio (se usaban más
que las de tamaño carta) tiradas al cesto, los benditos correctores de
las palabras (hoy en mis pesadillas corrijo con ellos), y los centenares
de horas invertidas para tener un texto más o menos decente. Al lado de
la máquina ponía mi Diccionario de la Lengua Española (soy
amante de los diccionarios y de las viejas enciclopedias), la cajita
roja con los papelitos correctores y los frasquitos con una tinta blanca
que uno aplicaba con una brochita para borrar palabras y hasta frases
completas. En aquellos tiempos la memoria era clave en nuestras vidas.
Yo por lo menos me sabía no menos de treinta números telefónicos, las
direcciones exactas de mis familiares y de mis amigos, los títulos y los
autores de las obras literarias emblemáticas de mi país, los nombres de
los héroes patrios y las fechas más importantes de las efemérides
nacionales y las epopeyas, así como las de los países vecinos, y algunas
de gran relevancia del mundo. Nos tocaba aprender la geografía, los
límites de las naciones, los nombres de las elevaciones, de los mares y
de los lagos más importantes.
Con la llegada de la Internet y sus
buscadores, todo cambió. Lentamente fuimos cediendo terrenos hasta
convertirnos en dependientes del ciberespacio. Tanto es así, que en
algunas universidades han estudiado este proceso al que han denominado
como “Fenómeno Google”. Gracias a esta “nueva” situación, transferimos
nuestra memoria a los buscadores hasta convertirlos en una suerte de
“memoria externa”, a la que recurrimos de manera permanente y allí
indagamos lo concerniente a todos los aspectos de nuestras vidas. En
este sentido, las nuevas y las viejas generaciones ya no memorizamos
datos ni información de relevancia, porque estamos seguros de que desde
nuestras laptops, tabletas y teléfonos accederemos a ella con tan solo
un clic (o click).
Para el investigador Daniel Wegner de la
Universidad de Harvard, propulsor de la denominada “memoria
transactiva”, si recordamos dónde hallar información importante, así no
la guardemos como conocimiento en nuestra memoria, ampliamos nuestras
fronteras mentales. Es decir, lo importante para este investigador es
saber conectar con la fuente de la información y del conocimiento, lo
que no atiborra nuestra mente de datos innecesarios que se pueden hallar
externamente en otras personas (o en la Web). Para él lo fundamental es
la memoria colectiva, ya que entre todos recordamos y aportamos
detalles más que cada uno de nosotros de manera individual. En palabras
del propio Wegner: “es la combinación del recuerdo individual y el
grupal hecho de manera sistémica”.
No obstante, todo esto tiene
su haz y envés. Sin más: las dos caras de una moneda. Desde el ámbito de
lo humano, estamos dejando en manos de los otros y de la tecnología
aquello que en mis tiempos infantiles y juveniles estábamos en la
obligación de retener y de almacenar en la memoria. Ya no nos esforzamos
por recordar un número telefónico, una dirección o cualquier otro dato,
porque contamos con soportes externos que suplen esa capacidad con la
que nacimos, y que debemos potenciar con el paso del tiempo porque de lo
contrario corremos el riesgo de la atrofia. Cuando en mis tiempos
universitarios tomábamos apuntes, debíamos luego procesar todo aquello e
internalizarlo. Hoy nuestros jóvenes le toman una fotografía a la
diapositiva con sus teléfonos, y asunto resuelto. O van a la Web, bajan
el material en medio de miles de opciones, copian y pegan, y envían la
tarea.
El análisis crítico que requiere manejar información para
adecuarla a nuestras propias necesidades personales, se pierde a pasos
vertiginosos. Hemos postergado la memoria y lo que implica en nuestra
formación académica e intelectual, para dejar que sean los soportes
tecnológicos los que hagan la tarea. Sin más, cedemos espacios humanos
en pos de las tecnologías.
rigilo99@gmail.com
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