Mérida, Enero Martes 31, 2023, 06:14 am
Este
domingo 4 de septiembre, la Iglesia proclama oficialmente en la lista de
nuestros beatos al inolvidable Juan Pablo I, mejor conocido como el Papa de la
sonrisa y de la humildad.
Recuerdo con
gratitud las mañanas dominicales del seminario menor con las amenas lecturas sobre
biografías de grandes personalidades gracias a la motivación del hermano
Evaristo Jerez. En mi memoria, la primera que me correspondió degustar fue
“Ilustrísimos Señores”, una obra del
entonces cardenal Albino Luciani, en la que se reúnen más de cuarenta cartas
dirigidas a una gran variedad de personajes de la historia y la ficción
literaria, como puede ser San
Bernardino, Pinocho o Teresa de Ávila. En estas cartas el
nuevo beato analizaba los problemas de la vida moderna, hablando de Dios, del
hombre, del amor, de la vida y de la muerte.
La historia de este
humilde santo padre y pastor de la Iglesia, Don Albino Luciani, el patriarca de
Venecia, era de una personalidad que contrastaba con todo tipo de protagonismos
y etiquetas, por su enorme humildad, cercanía y humanidad para con todos.
Había nacido en la aldea de Forno di Canale,
en la provincia de Belluno (Italia), el 17 de octubre de 1912, hijo de un obrero
que trabajó de obrero mucho tiempo como emigrante en Suiza. Al regresar a Italia trabajó como
artesano del vidrio en Murano. Enseguida, viene su ingreso al seminario de Belluno. Se guarda una preciosa carta de
su padre que le escribió para darle su consentimiento, en ella le dijo: “Espero que cuando seas sacerdote, estés
del lado de los pobres, porque Cristo estuvo de su lado”. Estas
palabras marcarían toda la vida y el breve pontificado de Luciani.
Después de haber sido ordenado sacerdote el 7 de julio de 1935 se trasladó
a Roma, donde cursó estudios en la Universidad Gregoriana y se graduó en
Teología con una tesis sobre “el origen del alma humana según Antonio Rosmini”. Tras la elección de Juan
XXIII, fue nombrado obispo de Vittorio
Veneto, momento que marca su ministerio episcopal por su participación en
el Concilio Ecuménico Vaticano II.
La gente de su Diócesis
lo recuerda como un pastor cercano a su pueblo, dedicado mucho tiempo a la cura de almas en el
confesionario, quizá por eso fue llamado “el gran párroco del mundo”, además de
su permanente preocupación por la cuestión social. En Venecia, durante la
Navidad de 1976, cuando se ocuparon las fábricas del polo industrial de
Marghera, pronunció unas palabras que aún hoy
permanecen de total actualidad: “Hacer
alarde de lujo, despilfarrar el dinero, negarse a invertirlo, robarlo en el
extranjero, no sólo constituye insensibilidad y egoísmo: puede convertirse en
provocación y acumular sobre nuestras cabezas lo que Pablo VI llama la ira de
los pobres con consecuencias imprevisibles”.
El Papa Montini lo elevó al rango cardenalicio en el consistorio del 15 de
marzo de 1973, siendo uno de sus cardenales que más difundió la encíclica Humanae Vitae,
con su defensa al don de la vida desde su concepción.
Tras la muerte de Pablo VI, fue elegido pontífice el 26 de agosto de
1978, siendo el Papa de la Iglesia de Cristo número 263, cuando tenía 65
años, en un cónclave que duró apenas un día. Eligió los dos nombres de sus dos
últimos predecesores, Juan XXIII, también patriarca de Venecia y su gran amigo
Pablo VI, como todo un reconocimiento al Concilio de la renovación eclesial. Toda
una síntesis de dos grandes pontífices, los de una Iglesia con rostro de
misericordia, de plena alegría y cercanía para con todos, junto a la sencillez
del santo.
Durante su breve
pontificado, de apenas 33 días, pudiéramos considerar el Urbi et Orbi del 27 de agosto como su programa. En sus palabras
mostró los signos de una Iglesia que va adelante con el Concilio. Es el Papa
que quiere continuar con lo que sabe hacer como sacerdote, obispo y cardenal,
recorrer las calles, abrir caminos para un mayor compromiso con la renovación
de la eclesia, la búsqueda de la unidad de los cristianos, el diálogo
interreligioso y el interactuar con la contemporaneidad.
El Papa del lenguaje sencillo, sin autoritarismo, y con la autoridad del
ejemplo y la caridad, el de las iniciativas por la paz y la justicia, murió repentinamente la noche
del 28 de septiembre de 1978. Sin mucho ruido, sin llamar la atención dejó este
mundo para dejarnos por siempre su huella imperecedera de amor por la humanidad
y fragancia a Evangelio vivo.
Su causa de beatificación está abierta desde
2003, concluyendo esta primera fase con el
decreto de Francisco en el que proclamaba sus virtudes heroicas, bajo el título
de “Venerable” en 2017. Y ahora gracias a su intercesión, se obra la curación
de una niña de once años en Buenos Aires, el 23 de julio de 2011, que
padecía una encefalopatía muy grave,
quedando totalmente sana.
Que su ejemplo de santidad nos ayude a seguir el camino de una Iglesia misionera, en salida para los nuevos tiempos. Que hagamos realidad una de sus recomendaciones: “Procuremos que haya más oraciones y menos batalla”.
Beato Juan Pablo I ¡Ruega por nosotros!
Mérida, 4 de septiembre de 2022