Mérida, Junio Sábado 10, 2023, 01:00 pm
La dinámica social nos lleva a distintas nociones de lo que implica el
relacionarnos, y esa convivencia lógicamente suele demandar una serie de
condiciones, que nos permitan armonizar lo que pensamos y lo que los
otros esperan escuchar. Solemos movernos como si camináramos sobre la
cuerda floja, o sobre un gran vitral, siempre pensando en no romper
nada, en no trastocar el anhelado equilibrio entre lo que somos y lo que
otros piensan de nosotros. Todo esto, como cabe suponerse, nos impele a
un sutil “fingimiento”, ya que el comportamiento social está normado
desde antiguo, y tenemos que tener claro que mis derechos terminan en el
punto en el comienzan los de los otros.
La urbanidad, como se le
ha llamado en otros tiempos, impone reglas de mutuo acatamiento, que
buscan un mundo mejor: más tolerante, más sujeto a principios y a
valores. La urbanidad implica el saber comportarse dentro de un
determinado contexto, pero también el respeto por el otro. Pareciera
mentira, pero muchas veces esa urbanidad minimiza nuestro sufrimiento,
ya que nos evita el tener que pasar por situaciones verdaderamente
bochornosas y desagradables. Ella, por supuesto, entra primero en casa,
pasa por la escuela y llega a la ciudad: espacio lógico de la
convivencia. Es el auténtico locus en donde yace la semilla de lo
humano.
Claro, el viejo Manual de urbanidad y buenas maneras
de Manuel Carreño, es prácticamente inviable en nuestros días. El mundo
de hoy es tan distinto al que quería normar Carreño en aquel entonces,
que aplicarlo a rajatabla, amén de ridículo, sería un despropósito. Sin
embargo, hay cuestiones rescatables de aquella publicación: aunque sea
la filosofía que impulsó a su autor a editarlo, que no es otra sino
hacer de la vida cotidiana un “espacio” para la sana convivencia. Ya ni
se podría hablar de elegancia, porque este aspecto quedó circunscrito a
entornos muy especiales.
En lo particular sufro mucho cuando
comparto una comida y hay alguien que no sabe cómo actuar en la mesa. Y
no es que yo sea un lince de las buenas maneras, nada que ver; pero me
refiero a lo esencial. Muchas veces esas personas están tan convencidas
que lo hacen bien, que no se percatan de lo que los otros estamos
observando con espanto. Recuerdo una vez en un almuerzo en donde había
invitados muy importantes, que una amiga muy encopetada tomó el cuchillo
como un puñal, ensartó una verdura que estaba en la fuente central y se
la llevó directamente a la boca. Sin disimulo varios de los que
estábamos allí nos miramos como cómplices, y no hubo necesidad de
expresar nada. Todo estaba consumado. Ni decirlo: yo me quería morir, me
puse rojo (sí me ruboricé, sufro de vergüenza ajena). No soporto los
sonidos al masticar, los codos sobre la mesa, la cucharilla al revés
cuando alguien saborea un helado, el que metan los dedos para acabar un
plato, el que sorban al tomar la sopa y que soplen la cuchara cuando
está caliente. En fin, amigos, la cotidianidad podría también ser
poética, pero ¿qué le vamos a hacer? Es prosaica por donde se la mire.
La urbanidad viene del vocablo latino urbanitas,
que es en esencia el espíritu de la ciudad. Y ese espíritu tiene que
ver con todos los aspectos de la vida. Nuestro mundo es lo contrario:
rusticitas. Que llevado del latín al español más o menos quiere decir
“rústico”. Pero la rusticidad de hoy no es como la pensaban los romanos:
la que tenía que ver con el comportamiento de los campesinos, sino que
se ahonda en la anticultura. Si no lo creen, echemos un vistazo en las
redes, que podrían ser el corazón de nuestra sociedad, en donde se
cuecen muchas cuestiones: gustos, moda, lenguaje, música, peinados.
Grosso modo: la denominada “cultura civilizatoria”. Es una auténtica
barbarie lo que vemos. Óiganme amigos, si Bad Bunny es hoy el “artista”
(con comillas bien grandes) más famoso entre nuestros jóvenes (y los no
tan jóvenes), es porque estamos muy, pero muy mal. La nuestra es,
definitivamente, una sociedad enferma.
El espíritu de la ciudad
hoy es sencillamente lo más oscuro, el otro lado de nuestro corazón, lo
pérfido que nos habita y que subyace en nosotros. Si contabilizáramos
los horrores que leemos o vemos en las redes, pues sería sin más una
serie continuada de lo peor de nosotros. Creo, y perdónenme que lo diga
sin anestesia, que todo esto requiere de un reformateo del disco duro.
Vamos hacia una gran hecatombe civilizatoria, y está en nuestras manos
detenerla antes de que sea demasiado tarde. Retomar la urbanitas sería
clave en todo este proceso, porque podríamos articular una serie de
variables que nos permitan cambiar sentimientos, y que todo eso se
traduzca en mejores comportamientos y actuaciones.
Nada se hace
que no salga de adentro. Hay un cerebro reptiliano que es activado desde
nuestras oscuridades, y que nos empuja a cometer atrocidades. Si
incidimos en la interioridad del Ser, iluminando nuestro corazón,
podríamos obrar milagros, que se patentizarían en un sociedad más
tolerante y menos peligrosa; una sociedad sin odios tribales (ergo, sin
guerras), sin xenofobia, sin racismo, sin feminicidios, en donde podamos
convivir sin sobresaltos. Cambiar nuestro corazón no es nada fácil, se
requiere de una labor continuada que parta de la familia y se pasee sin
remilgos por todos los niveles educativos. La tarea está pendiente.
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