Mérida, Septiembre Martes 26, 2023, 12:59 am

Inicio

Opinión



UNA ORACIÓN PARA OMAR, MI HERMANO por Ángel Ciro Guerrero

Diario Frontera, Frontera Digital,  OMAR MOLINA, ÁNGEL CIRO GUERRERO, Opinión, ,UNA ORACIÓN PARA OMAR, MI HERMANO por Ángel Ciro Guerrero
UNA ORACIÓN PARA OMAR, MI HERMANO por Ángel Ciro Guerrero


Me quito las lágrimas, así lo explico, para que nadie vea mi llanto. Es como si quisiera evitar que salgan en torrente, pero no, bajan por las mejillas de una en una, que se pueden contar con la angustia de tratar de escucharte diciéndonos adiós y nosotros, mudos de asombro, mirándote ahí, tendido de espaldas a tu propia muerte, que te llegó tan rápido que nadie se dio cuenta y de frente, hacia el cielo, donde ya los ángeles te abrieron la puerta para que entres, orgulloso porque en la tierra fuiste un hombre bueno, a la eternidad.

Te fuiste en silencio, hermano, para no molestar, seguramente te habrás dicho, porque eras prudente en el silencio y a la hora del grito igual, por eso a tus amigos nos costaba mucho hacerte reír y, si lo lográbamos, respondías diciendo que ni tú mismo imaginabas que era un milagro.

Cultivamos la poesía con el mismo pudor con el que hablábamos de vivir la vida, con la pasionaria e imposible intención de alejarla para siempre del lado nuestro y pensábamos que el horizonte en nuestras serranías nunca será recto, claro y limpio, sino más bien parecido a una hoja de cálculo atravesada por una flecha roja, en bajada o en subida.

Nos imaginábamos ser viajeros, como un par de vagabundos confundidos de periodistas por las arenas de los desiertos del mundo buscando la noticia hasta debajo de las piedras o subiendo al Tíbet para encontrar la paz que no hallábamos en ninguna otra parte. Eran nuestros sueños, nuestras conversaciones, ya alejados de las cosas de todos los días: cambiar las armas por los versos llegó a ser consigna propia. Pero eran sueños, Omarcito, simples sueños de dos viejos poetas locos, y nos contentábamos al otro día soñando con que habíamos ganado la guerra, que la paz estaba entre nosotros mismos y por eso no la hallábamos.

Te veía con la envidia de querer ser como tú eras. Tu respuesta, filosófica y puntual, me dejaba pensando. Eras taciturno, de caminar despacio, de hablar lento pero con ardor, con fiebre de luchador cansado de batallas pero siempre encima, buscando la victoria, buscando la fortuna, buscando mejor vida. La hallaste escondida en alguna parte de tu alma, pero enredada en las raíces tan estrechamente unidas a la incertidumbre, y tus amigos tuvimos que luchar contigo mismo para que sacaras a flote lo que se te estaba hundiendo. Porque no queríamos verte triste. Porque te queríamos alegre.

Te calmabas contándome la novela que escribirías la semana que viene, porque en esta te dedicaste a pensar si tu caballero de la capa roja venía por Lagunillas o por el páramo a descubrir esta meseta, la de los Tatuyes, la espada toledana enhiesta, el pendón del rey flameando, la Santa Cruz protegiendo.  Ese eras tú, indudable. A veces Quijote, otras Sancho. Del primero, lo soñador, lo emprendedor de nada porque todo lo que tenías dispuesto para enfrentar el futuro, lo regalabas. Del noble e inteligente escudero de aquél caballero que lanza en ristre,  sobre el pobre y flaco Rocinante, atacaba sin piedad a los molinos, porque en ellos veía a la tropa canalla arremetiendo contra las doncellas inocentes, puras, vírgenes. Como la que te esperaba en El Toboso, la hermosa Dulcinea.

Porque eras un gran periodista, un reportero insigne, un maestro. En el periodismo merideño despuntabas y no creo equivocarme si afirmo, que te vamos a extrañar, aunque contigo hubo olvido, mucho olvido, demasiado olvido. Tú, demasiado bueno, noble, honrado y ciudadano preferías lo callado del silencio a la locura de la calle, haciéndole favores a todo el mundo, que todo el mundo te debía favores y muy pocos de este mundo te los retribuyó. Lo repito: en ti la nobleza estaba bien cimentada, por eso jamás pudieron vencerte las ingratitudes, aunque te abrían heridas en el alma.

Yo, a ti te quise como se quiere a un hermano y tú me quisiste con igualdad de sentimientos. Jamás una palabra mal dicha entre los dos. Sin discusiones, si, lo confieso. Me reclamabas un libro, el que no me aprendiese mis propios versos para recitarlos o yo te contaba los cien cafecitos parameros que en todas partes te tomabas con la pasmosa tranquilidad del que sabe que esa costumbre podría hacerte daño.

Ya en los primeros días de mí arribo a Mérida, yo me aferraba a tu brazo para subir o bajar las aceras, sabiendo que eras débil de cuerpo, y lo que me sostenían de ti eran tus huesos, pero yo no podía caminar del todo bien y me decías, “Parezco un lazarillo”. “De Tormes”, te preguntaba yo. Pero si notaba que la gente nos abría paso, hasta las muchachas, y yo aferrado a ti, como un cieguito a la vida, orgulloso de ser llevado por ti hacia adelante.

Fueron pocos días felices, hasta que llegando a la Plaza Bolívar me dijiste frente a la Catedral, que te irías muy pronto de viaje porque a tu adorada Aixa sus colegas médicos le habían diagnosticado el mal que rápidamente te estaba consumiendo. Fue un día doloroso para mí el saberlo. Al día siguiente iniciaste la despedida hasta ayer miércoles, a las cinco de la tarde te fuiste con el silencio de la muerte a la que nunca le tuviste miedo, por cierto.

Bueno, hermano, te debo mucho, mucho, hermano. Principalmente haber entendido, contigo, qué hermosa, feliz y amplia es la amistad. Les pedí permiso a tus hijos para leerte estas palabras, y aquí están, dichas de este modo, como dos poetas conversando, porque lo somos. Mi querido Omarcito.  Hasta luego.

Ángel Ciro Guerrero

La Inmaculada, jueves 22.09.22.





Contenido Relacionado