Mérida, Septiembre Martes 26, 2023, 12:59 am
Me
quito las lágrimas, así lo explico, para que nadie vea mi llanto. Es como si
quisiera evitar que salgan en torrente, pero no, bajan por las mejillas de una
en una, que se pueden contar con la angustia de tratar de escucharte
diciéndonos adiós y nosotros, mudos de asombro, mirándote ahí, tendido de
espaldas a tu propia muerte, que te llegó tan rápido que nadie se dio cuenta y
de frente, hacia el cielo, donde ya los ángeles te abrieron la puerta para que
entres, orgulloso porque en la tierra fuiste un hombre bueno, a la eternidad.
Te
fuiste en silencio, hermano, para no molestar, seguramente te habrás dicho,
porque eras prudente en el silencio y a la hora del grito igual, por eso a tus
amigos nos costaba mucho hacerte reír y, si lo lográbamos, respondías diciendo
que ni tú mismo imaginabas que era un milagro.
Cultivamos
la poesía con el mismo pudor con el que hablábamos de vivir la vida, con la
pasionaria e imposible intención de alejarla para siempre del lado nuestro y
pensábamos que el horizonte en nuestras serranías nunca será recto, claro y
limpio, sino más bien parecido a una hoja de cálculo atravesada por una flecha
roja, en bajada o en subida.
Nos
imaginábamos ser viajeros, como un par de vagabundos confundidos de periodistas
por las arenas de los desiertos del mundo buscando la noticia hasta debajo de
las piedras o subiendo al Tíbet para encontrar la paz que no hallábamos en
ninguna otra parte. Eran nuestros sueños, nuestras conversaciones, ya alejados
de las cosas de todos los días: cambiar las armas por los versos llegó a ser
consigna propia. Pero eran sueños, Omarcito, simples sueños de dos viejos
poetas locos, y nos contentábamos al otro día soñando con que habíamos ganado
la guerra, que la paz estaba entre nosotros mismos y por eso no la hallábamos.
Te
veía con la envidia de querer ser como tú eras. Tu respuesta, filosófica y
puntual, me dejaba pensando. Eras taciturno, de caminar despacio, de hablar
lento pero con ardor, con fiebre de luchador cansado de batallas pero siempre
encima, buscando la victoria, buscando la fortuna, buscando mejor vida. La
hallaste escondida en alguna parte de tu alma, pero enredada en las raíces tan
estrechamente unidas a la incertidumbre, y tus amigos tuvimos que luchar
contigo mismo para que sacaras a flote lo que se te estaba hundiendo. Porque no
queríamos verte triste. Porque te queríamos alegre.
Te
calmabas contándome la novela que escribirías la semana que viene, porque en
esta te dedicaste a pensar si tu caballero de la capa roja venía por Lagunillas
o por el páramo a descubrir esta meseta, la de los Tatuyes, la espada toledana
enhiesta, el pendón del rey flameando, la Santa Cruz protegiendo. Ese eras tú, indudable. A veces Quijote,
otras Sancho. Del primero, lo soñador, lo emprendedor de nada porque todo lo
que tenías dispuesto para enfrentar el futuro, lo regalabas. Del noble e
inteligente escudero de aquél caballero que lanza en ristre, sobre el pobre y flaco Rocinante, atacaba sin
piedad a los molinos, porque en ellos veía a la tropa canalla arremetiendo
contra las doncellas inocentes, puras, vírgenes. Como la que te esperaba en El
Toboso, la hermosa Dulcinea.
Porque
eras un gran periodista, un reportero insigne, un maestro. En el periodismo
merideño despuntabas y no creo equivocarme si afirmo, que te vamos a extrañar,
aunque contigo hubo olvido, mucho olvido, demasiado olvido. Tú, demasiado
bueno, noble, honrado y ciudadano preferías lo callado del silencio a la locura
de la calle, haciéndole favores a todo el mundo, que todo el mundo te debía
favores y muy pocos de este mundo te los retribuyó. Lo repito: en ti la nobleza
estaba bien cimentada, por eso jamás pudieron vencerte las ingratitudes, aunque
te abrían heridas en el alma.
Yo,
a ti te quise como se quiere a un hermano y tú me quisiste con igualdad de sentimientos.
Jamás una palabra mal dicha entre los dos. Sin discusiones, si, lo confieso. Me
reclamabas un libro, el que no me aprendiese mis propios versos para recitarlos
o yo te contaba los cien cafecitos parameros que en todas partes te tomabas con
la pasmosa tranquilidad del que sabe que esa costumbre podría hacerte daño.
Ya
en los primeros días de mí arribo a Mérida, yo me aferraba a tu brazo para
subir o bajar las aceras, sabiendo que eras débil de cuerpo, y lo que me
sostenían de ti eran tus huesos, pero yo no podía caminar del todo bien y me
decías, “Parezco un lazarillo”. “De Tormes”, te preguntaba yo. Pero si notaba
que la gente nos abría paso, hasta las muchachas, y yo aferrado a ti, como un
cieguito a la vida, orgulloso de ser llevado por ti hacia adelante.
Fueron
pocos días felices, hasta que llegando a la Plaza Bolívar me dijiste frente a
la Catedral, que te irías muy pronto de viaje porque a tu adorada Aixa sus
colegas médicos le habían diagnosticado el mal que rápidamente te estaba
consumiendo. Fue un día doloroso para mí el saberlo. Al día siguiente iniciaste
la despedida hasta ayer miércoles, a las cinco de la tarde te fuiste con el
silencio de la muerte a la que nunca le tuviste miedo, por cierto.
Bueno,
hermano, te debo mucho, mucho, hermano. Principalmente haber entendido,
contigo, qué hermosa, feliz y amplia es la amistad. Les pedí permiso a tus
hijos para leerte estas palabras, y aquí están, dichas de este modo, como dos
poetas conversando, porque lo somos. Mi querido Omarcito. Hasta luego.
Ángel Ciro Guerrero
La Inmaculada, jueves 22.09.22.