Mérida, Junio Viernes 09, 2023, 11:38 pm
Hace muchos años cayó en mis manos un libro extraordinario que no me canso de releer: La letra e (Fragmentos de un diario,
Alfaguara, 1998) del autor guatemalteco nacido en Tegucigalpa Augusto
Monterroso. Ha sido tanto el disfrute de estos fragmentos, de estos
trozos de vida plasmados en el papel, de estas anécdotas que son en sí
mismas pequeñas obras maestras, que tantos años después de su
publicación me atrevo a mencionarlos acá, a sabiendas de que ya no son
una novedad editorial, porque considero que esta obra es un clásico en
su género y quedará por mucho tiempo como referente del verdadero
diarismo.
Lo peculiar de esta obra es que está constituida por
fragmentos de un diario que hablan casi exclusivamente de literatura, de
encuentros con libros, de la obra de otros, de la obra propia, y cada
uno de ellos traen consigo ironía, fino humor, sarcasmo e hipérbole,
todo ello conjuntado con la seriedad de un autor que fue tomado como
humorista, fabulador y minimalista en el gran contexto de la lengua
española.
Créanme que se goza un montón cada entrada, porque
vienen cargadas con auténtica dinamita, con una prosa magistral; con el
denso conocimiento de la lengua castellana de un hombre que estuvo entre
quienes revisaron en la editorial de la Universidad Autónoma de México,
la obra del gran pensador y humanista don Alfonso Reyes; con la
trayectoria de alguien respetado y admirado por los sacrosantos miembros
del “club” del denominado boom latinoamericano, con quienes se codeó de tú a tú (a pesar de no escribir novelas, aunque no se cansaba de afirmar que su libro Lo demás es silencio calzaba en dicho género); con un autor que revivió el desaparecido género de la fábula y alcanzó la consagración con su cuento El dinosaurio: texto de apenas una línea que ha sido incluido en decenas de antologías en América Latina y Europa.
Nada
escapa al ojo inquisidor de Monterroso, a su agudo olfato casi perruno,
a su fina pluma aderezada con lo mejor de un talento que fue reconocido
dentro y fuera de sus fronteras naturales. Fue Monterroso un rompedor
de esquemas y hasta del canon de cada uno de los géneros que tocó con su
pluma (cuento, ensayo, novela, diario y fábula). En cada texto monterroseano
disfrutamos, no solo de su brevedad (que es en sí un valor agregado en
su caso), sino de su incisiva visión de los temas tratados, de su manera
de entender la literatura y su relación con la vida, de su precisión y
ahorro del lenguaje, que lo llevaron a convertirse en un esteta de la
palabra, en un articulador de frases geniales, en un aglutinador de
finos personajes que cuestan quitárnoslos de la memoria. Cómo olvidar,
por ejemplo, a su “Vaca” del libro Obras Completas (y otros cuentos),
por cierto, su primer libro: “una vaca muerta muertita sin quien la
enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un
sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los
chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y
el tren en particular siguieran su marcha”. Guao, amigos, ¡qué belleza,
qué concisión, qué maestría!
En la La letra e hallamos lo
mejor de Monterroso: al hombre que amaba y respetaba la palabra
impresa, al escritor e intelectual que jamás se tomó en serio, sino como
parte de un engranaje que es en sí lo que llamamos cultura de los
pueblos. Un escritor e intelectual que solía afirmar que no había mayor
tontería que creernos nuestra propia importancia, que gustaba de relatar
con ironía (y sutil humor) su lectura de los clásicos griegos y
latinos, que no tenía empacho en recordar sus orígenes humildes y los
sobresaltos de los golpes de estado en su país y en el resto de América
Latina, que lo llevaron a montar su maleta y largarse a México hasta su
muerte.
Es Monterroso de La letra e el escritor que
profundizaba su pensamiento con la lectura de la filosofía, que admiraba
a Montaigne, que siempre leía a Cervantes, el que intentó aprender
latín y que a manera de anécdota contaba que algunas de sus fábulas
fueron traducidas a esa lengua muerta (una extraña promoción de su obra,
sin duda), que se cotejaba a menudo con sus pares en eventos
internacionales, que se chorreaba de miedo ante un público y siempre
salía airoso, que se reía de sí mismo por su corta estatura física, que
se hizo lector cuando de joven trabajaba en una carnicería; que se sabía
tímido hasta el extremo. El hombre y el escritor que pudo levantarse de
su carencia de estudios formales a base de esfuerzo personal, y al que
le gustaba afirmar con orgullo: ¡soy autodidacto!
No me canso de volver a La letra e y
lo hago cuando pierdo el “tempo”; es decir, cuando me cuesta iniciar un
nuevo libro o tardo mucho leyendo una obra, y necesito la energía y el
empuje que me conminen a hacerlo. Monterroso será siempre Monterroso: el
de la prosa sencilla y a la vez cáustica, el de la fábula risible que
nos lleva a hondas reflexiones, el de los textos breves (brevísimos) que
nos impelen a sumergirnos en el mar de posibilidades estéticas que nos
entrega la literatura, el de los personajes humanados que nos invitan a
la introspección, el de la frases lapidarias que sacuden nuestra
conciencia y que al mismo tiempo nos empujan al disfrute y al gozo
estético. El Monterroso humilde, pero a la vez de una enorme estatura,
que se erige en referencia de este lado del mundo.
rigilo99@gmail.com