Mérida, Junio Sábado 10, 2023, 01:02 am
Cuando los amigos del gran escritor mexicano Juan Rulfo le preguntaban
la razón por la cual no publicaba más libros, deseosos como estaban de
leer más de su entrañable prosa que lo había hecho famoso con El llano en llamas y Pedro Páramo (aunque tenía un libro previo: Diles que no me maten,
que también fue muy comentado), solía afirmar que su tío Celerino había
muerto y era el que le había dado los temas de sus libros: “Yo tenía un
tío que se llamaba Celerino, un borracho; y siempre que íbamos a su
casa, o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias”.
Por supuesto, era una humorada del autor; tal vez el fulano tío era su
musa, o una simple excusa que lo libraba de la compleja y angustiante
obligación de tener que entregar obras maestras a los ávidos lectores
con cierta periodicidad, y no defraudarlos.
Para entonces (década
de los años 50) los escritores “famosos” no tenían, como hoy, la
presión de las editoriales y de los agentes literarios, quienes, si a
los hechos históricos nos atenemos, ya venían actuando desde finales del
siglo XIX, pero su tarea mediadora entre el autor y las editoriales no
era algo formal ni corriente. Es más, no todos los grandes escritores de
entonces, ni de buena parte del siglo XX, tuvieron agentes como tales,
sino que actuaron más por instinto y osadía para lograr posicionar sus
obras en lo que hoy llamamos el “mercado editorial”, que un mero afán de
celebridad y de lucro. Eso que vemos hoy en las redes y en la
televisión con alfombras rojas y costosas parafernalias y los escritores
e intelectuales pavoneándose frente a los flashes de los medios, como
si de luminarias del cine se trataran (y que Mario Vargas Llosa denunció
con tino en su libro La civilización del espectáculo), era
inadmisible y hasta contraproducente décadas atrás. Claro, como por la
boca muere el pez, dice el viejo adagio, el propio escritor peruano cayó
en las redes de sus palabras, y ahora lo vemos posando feliz para la
revista Hola con su flamante diva Isabel Preysler.
Volviendo
al caso de Rulfo, la gran conclusión de su pretexto (verdadero o de
ficción) es que las historias que llegó a plasmar en estupendos libros
décadas después, las llevaba de niño: maceradas en la infancia o en la
primera juventud. El artículo que un lector de prensa lee en pocos
minutos, tal vez le llevó al autor mucho tiempo en escribir, y se
anidaba en él desde tiempos remotos. Ni decirlo de una novela: meses y
quizás años de escritura de una obra de largo aliento le pueden llevar a
un lector disciplinado pocas semanas e incluso algunos días para su
lectura. Sin embargo, el tiempo de escritura no deberá contabilizarse
solo por el hecho artístico y técnico de la escritura per se,
porque como ya lo he expresado, a veces el tema lleva en nuestra cabeza
toda la vida, y un buen día, azuzados quizás por la nostalgia o por la
deuda moral (con otros, o con nosotros mismos), nos sentamos a plasmarla
mucho tiempo después y eso no lo sabe, ni tiene por qué saberlo el
lector, porque al fin y al cabo tiene en sus manos un texto acabado que
entrará en su mente como una “pieza” de una sola costura.
Suele
pasar que estemos toda la existencia macerando una obra y que por
distintas circunstancias la misma no termine de fraguar. A veces
acontece que ese magma que llevamos dentro, es decir, la materia prima
de la que echamos mano para construir una obra, emerge a retazos y a
cuentagotas hasta que la disciplina y la entrega al oficio creador,
propicien que brote y se convierta en un auténtico portento. Quienes
escribimos sabemos que muchas veces tenemos en las manos una estupenda
historia, que la intuición y el olfato nos dicen a gritos que podría
convertirse en una auténtica obra maestra, pero no nos llega el tono
(como dirían los músicos), y ese pequeño y gran detalle se erige en un
inmenso obstáculo para escribirla.
Tener una buena historia en
las manos y no saber cómo contarla, no es cualquier cosa: podría ser
para el escritor una tragedia que podría hundirlo en el silencio y en la
frustración (autores ha habido que se suicidaron por ello). Ya he
recordado acá que a Gabriel García Márquez le pasó algo como esto: tenía
en su cabeza la historia de Macondo, que luego sería la gran novela Cien años de soledad,
pero no hallaba la manera de narrarla y todo esto fue un inmenso
sufrimiento para él durante mucho tiempo. Un día, estando con su esposa e
hijos en las playas de Acapulco, le llegó el fogonazo que esperaba
desde hacía tiempo, y nos relata que no tuvo tranquilidad aquel fin de
semana hasta que estuvo sentado frente a su máquina de escribir en
Ciudad de México, y salió el primer párrafo: “Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo”. La historia que lo consagraría como a uno de los novelistas más
importantes de todos los tiempos, llevaba en su cabeza trece largos
años, ya que en 1952 había viajado con su madre a su Aracataca natal
para vender la casa en la que vivió los años de infancia, y fue allí, en
aquél recóndito lugar perdido en la geografía colombiana, cuando le
llegó la idea de contar toda aquella saga familiar; pero fue solo en
1965 cuando pudo bajar la abstracción al papel, en medio de un estado de
gozo similar a la iluminación del eremita.
rigilo99@gmail.com