Mérida, Junio Lunes 05, 2023, 02:33 am
Para dar continuidad a la serie de artículos que muestran las historias y anécdotas que cuentan cada uno de mis libros, que no son precisamente las que el lector halla en sus páginas, sino los intríngulis de su creación, o lo que algunos denominan como la intrahistoria, traigo acá mi cuarto libro de relatos que lleva por título el de la presente columna, que fue editado por el Fondo de Publicaciones de APULA (Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, 2010). Al volumen lo dividí a su vez, a la usanza de antes, en tres libros: Cuentos para contar – Libro I, que incluye: Viejo, Toledo y el Fantasma de Bartleby, así como Y se hizo el fuego. Cuentos de vida y muerte – Libro 2, que incluye: Se fue apagando, La tragedia de L y La huida de Victoria. Cuentos prohibidos – Libro 3, que incluye: ¡Pum! y Tu ausencia es mi tormento.
Terminé de escribir este volumen aproximadamente en el 2006, y a partir de entonces comenzó el ingrato proceso de tocar a las puertas de las editoriales, cuestión que puede llevarse mucho tiempo y acarrear serios dolores de cabeza. En el ínterin salió el llamado al Concurso Literario APULA 2008, Género Cuento y el respectivo para el Género Ensayo. Tenía listo también un libro de ensayo titulado Tiempos complejos. ¿Fin del método científico?, razón por la cual tomé la decisión de enviar mis dos libros inéditos al concurso, ya que no solo implicaba un premio en metálico (muy necesario en un país en el que ya comenzaba a vislumbrarse la crisis), sino además la edición de las obras ganadoras.
Todo muy bien, pero tenía cierto temor (casi pudor y hasta vergüenza) de enviar mi libro de cuentos al concurso, porque los dos últimos relatos son realmente fuertes, abruptamente escatológicos, con un lenguaje al extremo soez y con personajes insertos en la corriente literaria denominada Realismo Sucio, para entonces en boga. Dos cuentos que hablan de un submundo descarnado, putrefacto, tremendamente obsceno, que sumergen al lector en una suerte de pesadilla brutal de la que puede salir realmente afectado y herido. Por supuesto, debo confesarlo, era, sin más, mojigatería de mi parte, acostumbrado como estaba a moverme en un medio “políticamente correcto”. Hoy me apena confesarlo, pero los autores tenemos también nuestra propia ética (y estilo), y en mi caso el grueso de mis lectores eran académicos, gente con un elevado nivel cultural y social, inserta en una burbuja de comodidad que la protegía de un submundo que se abría paso entre nosotros a un ritmo trepidante. Me preocupaba cómo iban a tomar mis dos cuentos, que necesariamente golpearían su pudor y sus propios valores personales, y no quería para nada tergiversaciones ni malos entendidos.
A decir verdad, fueron precisamente ¡Pum! y Tu ausencia es mi tormento los cuentos que más trabajé. Créanme, estuve encima de ellos durante casi dos años: reescribiéndolos, sacando versiones, puliéndolos, articulando registros y giros lingüísticos necesarios a los efectos de las historias y de sus personajes. Los citados cuentos no fueron nada fáciles para mí, porque tuve que adentrarme en territorios desconocidos, inéditos, complejos en sus jergas y en sus visiones. Tuve que ponerme en la piel de personajes muy distantes de mi manera de pensar y de actuar, que me hacían expresar frases y oraciones que jamás hubiera pensado plasmar en mi obra. Superadas mis reticencias, preparé los ejemplares y llevé personalmente los sobres hasta las oficinas de la APULA, y comenzó la gran espera.
Varios meses después (creo que medio año) me hallaba en un supermercado y recibí una llamada en el móvil. Me aparté de la caja y la atendí. Era de la Secretaría de Cultura de la APULA para anunciarme que me habían concedido el Primer Lugar, Género Cuento, en el Concurso Literario. No me había repuesto de la impresión, cuando la misma chica me anunció que me habían concedido también el Primer Lugar, Género Ensayo. No lo podía creer. Parecía el Sastrecillo Valiente que mató a siete de un golpe. Estaba realmente feliz.
Las sorpresas con mi libro de cuentos no terminarían con aquella noticia; lo mejor estaba por llegar. El día de la ceremonia de la entrega del premio, que fue el 13 de junio de 2009, me presenté en el auditorio de la Asociación dispuesto a recibir los diplomas y los cheques. Minutos antes del inicio del acto, me presentaron a algunos de los miembros del jurado del Género Cuento. Eran dos honorables profesoras jubiladas de la Facultad de Humanidades y Educación de la ULA, de edad avanzada, que muy sonrientes me dieron su mano y me expresaron algo que nunca pensé escuchar. El premio me lo concedieron por el grueso de la obra, obviamente, pero hicieron hincapié precisamente en los dos últimos cuentos. Se detuvieron en ellos para decirme que admiraban la perfección del lenguaje usado, su claridad y precisión. “Se nota que los trabajó denodadamente. Lo felicitamos”, me dijo una de ellas. Yo estaba petrificado, como si una corriente eléctrica hubiera recorrido todo mi cuerpo; como si estuviera soñando todo aquello y pronto despertaría para enfrentarme con la realidad.
Pero no era un sueño. Era la complejidad de la existencia de la que nos habla Edgar Morin en su obra, y no me canso de repetirlo. Todavía incrédulo subí al estrado cuando me llamaron a recibir los premios, y la realidad me convenció: era verdad todo aquello.
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