Mérida, Mayo Domingo 28, 2023, 11:07 pm
La escritura de cuentos suele ser una permanente tentación, que nos
empuja a estar frente a la página en blanco, a tejer palabras, a
internarnos por diversos caminos, y pareciera una tarea fácil, y hasta
trivial, pero no es así, a menos que lo que escribamos solo nos sirva
como mero ejercicio literario o de pasatiempo, y digo esto porque en lo
particular considero que escribir cuentos es algo complejo ya que el
texto debe cerrarse en sí mismo, debe contener todo un mundo, ser
autárquico, y hacerlo con pocas palabras requiere de nosotros un
denodado esfuerzo porque como solía afirmar Augusto Monterroso, maestro
del género, una palabra de más, o mal puesta, puede echar por la borda
la tarea y empobrecer el texto, de allí que exija de nosotros concreción
y, déjenme decirles también, un elevado grado de perfección, y esto nos
aterra.
Ser cuentista no es cualquier cosa, y no lo digo por
vanagloria o por ansias de importancia (quienes me conocen saben que no
respondo a esos estándares personales, y que no critico en los otros,
porque cada quien es dueño de sus emociones y de sus sueños), sino que
la experiencia de tantos años escribiendo cuentos me ha llevado a
tenerle cada día más respeto a ese noble género, tan menospreciado,
vilipendiado, marginado, ignorado, ninguneado e invisibilizado por
algunas editoriales y en general por el mundo de la “alta literatura”,
que prefieren la novela (por razones que podría explicar con detalle en
otra columna) y que miran por encima del hombro a las colecciones de
cuentos y a sus hacedores, y lo que no captan esos “entes”, conocedores
de lo humano y de lo divino, y a veces tan displicentes con los autores,
es el elevado grado de elaboración que requiere un cuento, del denodado
trabajo que implica narrar una pequeña historia (y que por más sencilla
que parezca podría ser grande, en el sentido literal del vocablo) y que
la misma toque en el lector una tecla, un nervio y una fibra que lo
conmueva, que le diga mucho de su vida y de su realidad, que lo mueva a
pensar, y si se quiere también, a reflexionar, a retomar su vida o a
replantearse procesos.
Todos quienes hacemos literatura de manera
profesional sabemos que en algunas etapas de nuestras vidas hemos
escrito buenos textos y a veces no tan buenos, o por lo menos como era
nuestra aspiración de entonces, y esto es clave para nuestro crecimiento
como artistas, porque de ese espíritu autocrítico dependerá el que
avancemos o no en un territorio tan impreciso como el literario, en el
que la realidad y la ficción se dan la mano, hacen sinergia, en el que
nada está hecho y mucho menos dicho, y que el éxito de un texto no
radica solamente en su grado de perfección técnica, lo cual es una de
nuestras metas, sino en que azuce en el lector muchos elementos de su
mundo interior, y para ello se requiere de la conjunción de hilos
invisibles que al reunirse y cruzarse articulen emociones y
sentimientos, estética y gozo: todo un claroscuro de posibilidades e
intangibles que valen como el oro.
No hay escritor en el mundo
que jamás haya descartado algún texto, e incluso un libro, por
considerarlo inacabado e imperfecto, y esta experiencia es dura de
verdad, porque independientemente de lo alcanzado, requirió de nosotros
esfuerzo, ansias y ramalazos de sueños, pero hacerlo es signo, no solo
de exigencia personal y hasta de valentía, sino además de orgullo
autoral, y lo digo porque no me canso de ver en YouTube una entrevista
que le hicieron al gran escritor mexicano Juan Rulfo, padre de Pedro Páramo y de El Llano en llamas
(y también de algunas otras obras, que no suelen contabilizarse en su
carrera por motivos diversos), y en la misma el entrevistador le
pregunta si es cierto que destruyó una primera novela sobre la Ciudad
de México, escrita en 1940, y el autor responde que sí y que era
bastante extensa, y en sus ojos no hay melancolía, y ni siquiera un
asomo de tristeza, sino todo lo contrario: alegría, complicidad y si se
quiere retadora altivez, y al consultarle la razón de su decisión, Rulfo
no vacila ni un solo instante, y con una sonrisa responde: “era muy
mala”, y ante la insistencia del entrevistador de si le seguía
pareciendo mala, el autor lo reafirma con naturalidad, dando a entender
que eso también es parte del oficio de la escritura.
Ni hablar
del proceso de corrección de los textos, que es en particular lo que más
disfruto (aunque para muchos es lo más tedioso del oficio), porque me
lleva a una dimensión, si me apuran, fundante del proceso, en la que se
definen muchas cuestiones de estilo y de fondo, porque corregir es
aceptar que no eres infalible, que estás sujeto a olvidos y a errores de
base, y que por serlos, pasan inadvertidos ante nuestros ojos en las
primeras revisiones, y que solo al tomar distancia con lo escrito
(enfriar el texto) y abrirnos sin reticencias y con honestidad a los
ruidos que suelen salirnos al paso con una lectura detenida y en voz
alta, tendremos como resultado la limpieza del texto.
Estaban
Monterroso y Bryce Echenique en un evento literario y ambos tenían que
hablar, y por los nervios el segundo afirmó que él escribía y casi no
necesitaba corregir sus textos, cuando le tocó el turno a Monterroso
dijo con sorna: a diferencia de mi amigo yo casi no escribo, sólo
corrijo. El auditorio se vino abajo de la risa. Ni qué decirlo: estoy
con Monterroso.
rigilo99@gmail.com