El tiempo no perdona nada, decían los antiguos y tenían razón. Ya ahora
nadie las recuerda porque eso de “pedir la ñapa” es parte de una cultura
nacional que la modernidad diluyó con rapidez pero que recientemente el tema
país, como hoy se llama eufemísticamente a todo cambio repentino en Venezuela,
terminó de borrarlo de nuestro mapa mental.
Si uno acudía a la bodega y la compra se hacía más o menos pródiga, el
dueño daba su ñapa pero si éste se mostraba evasivo, el cliente la pedía, que
por lo general era un poco más en el peso del producto despachado, un vuelto en
centavitos, un trozo de queso, papelón, galleta o pan que el tendero creyera
ocurrente para mantener contento al cliente.
De buenas a primeras, la cosa cambió y la ñapa desapareció de la bodega
venezolana. Era una suerte de complemento o premio de consolación. Cuando los
costos subían en precio y ante la sorpresa del cliente habitual, el comerciante
apresuraba su mano pródiga para ofrecerle la ñapa. Eso calmaba los ánimos y las
aguas regresaban al cauce normal.
Hoy día cuando un señor o señora de respetable edad, mira al bodeguero
pidiendo su ñapa al final de la compra, no falta quien haga un guiño de grata
memoria y añoranza por la particular rutina tan venezolana de promover la
relación del afecto entre marchante y mercante. También este cuadro del
costumbrismo nuestro se lo llevó la vorágine que de poco tiempo nos llegó, como
la langosta; arrasando todo en diabólica espiral.
Los niños de la época, éramos sortarios, además de felices porque las ñapas representaban el justo galardón por los mandados de la casa y mientras más vueltas en compras hacíamos, a más ñapas teníamos consagrado derecho. Y eso, lo respetaba el bodeguero y en casa también porque imperaba la justicia como diaria norma de convivencia. Todo esto agonizó hace ya unos 20 años.
A la maravillosa remembranza vienen los versos del Ruiseñor de Catuche, Aquiles Nazoa: ¡Adiós, ñapas infantiles de grata recordación; adiós, mis líricas ñapas; adiós, mis ñapas, adiós! Al pensar en vuestro eclipse/ se me vuelve el corazón/ como un niño de diez años/ que, de portón en portón, va pidiendo inútilmente/ ¡su ñapa de papelón”.