Mérida, Marzo Jueves 28, 2024, 05:00 am
Twitter: @perezlopresti)
Hay muchos que presumen el haber tenido una abuela sabia que dejó un
legado lleno experiencias que nutren y cohesionan a los miembros de la familia.
En mi caso tuve la fortuna de haber tenido dos abuelas que imprimieron sus
palabras a sus descendientes y cada día que pasa solemos recordar sus
enseñanzas. En este texto me referiré a una de las muchas cosas que aprendí de
mi abuela materna.
Venía del horror de la segunda guerra mundial en donde ya se había vuelto
costumbre el abrir la puerta de la casa con una escopeta en la mano, ‘sólo por
precauciones mínimas’. El abuelo había estado en el frente de guerra desde 1939
hasta 1945, pero además había servido cuatro años antes en Libia, lo que sumaba
once años de beligerancia en la vida de un hombre que murió alrededor de los
cincuenta años de edad.
Se trataba de una familia que llegó al mejor país del mundo llamado
Venezuela, en donde se abrían todas las puertas del futuro y esperanza para
quienes huían de la muerte, la ruina y la desventura. Soy descendiente de la
estirpe de emigrantes que formamos parte del universo de interrelaciones
culturales y étnicas que nos hacen copartícipes de una sola manera de ver la
vida y entender que los seres humanos solamente podemos ser de un tipo y las
divisiones no tienen cabida. Somos hijos de los sobrevivientes de las causas
perdidas que una y mil veces han trastocado los destinos de la humanidad.
Cuando un pueblo es perseguido o amenazado, sencillamente siento que
pertenezco a ese pueblo, porque en mis raíces parentales la supervivencia es el
fin último de todos los proyectos trazados. Resulta que el tío Pepe,
recientemente fallecido, siendo el mayor de los hijos de mi abuela, se vio
forzado a trabajar a mediados del siglo pasado en las tortuosas rutas
comunicacionales del estado Lara, manejando camiones desde que era apenas un
muchacho, con un permiso especial, llevando mercancías desde Quíbor hasta
Humocaro Alto, pasando por Cubiro, Sanare y pernoctando incluso en las tierras
portugueseñas de Chabasquén y Biscucuy. Quiso la mala fortuna que con un camión
recién comprado y esquivando una roca en tan intrincadas carreteras, se volcó
al precipicio y quedó guindando de la rama de un árbol por el ruedo del pantalón.
Pasaban y pasaban los viajeros que con temor se asomaban a ver al muchacho
colgando a punto de perder la vida. Se iban amontonando al borde del abismo a
mirar lo que sería un trágico e inexorable desenlace, hasta que un par de
robustos jóvenes, acaso un tanto mayores que mi tío y que apenas hablaban
español, se lanzaron amarrados de una larga soga arriesgando sus vidas para
rescatarlo.