Para el momento en el que escribo esta crónica se ha
desatado en Mérida una crisis de gasolina nunca antes vista y que ya
supera los once días. Las colas son kilométricas y los dueños de los
vehículos deben dormir en sus carros dos y tres noches para ver si les
alcanza la dicha de poder surtir sus unidades. Prácticamente la ciudad
está trancada, y no por lo que dicen en las redes, que Mérida cerró sus
vías por las protestas contra el gobierno, sino que las inmensas colas
atraviesan la ciudad por sus cuatro costados y se forma un caos
automotor de mil demonios que la hace intransitable.
Paso
a paso la ciudad de Mérida se va quedando paralizada, porque los
ciudadanos no podemos desplazarnos a nuestros sitios de trabajo. Los
comercios, los institutos educativos, las dependencias públicas y
privadas no pueden abrir sus puertas. Es tal el caos que aquí se vive,
que hasta el director del Hospital Universitario ha declarado a los
medios que el máximo centro asistencial de la región andina
prácticamente tiene un cierre técnico. La Universidad de Los Andes se
debate entre mantenerse de puertas abiertas a pesar de la aguda crisis, o
el tener que decretar la suspensión de sus actividades ya que los
profesores, los estudiantes y el personal administrativo, técnico y
obrero no pueden asistir a las diversas dependencias que están
diseminadas a lo largo y ancho de la entidad.
En
mi ya larga carrera académica en la universidad nunca había vivido una
situación tan calamitosa como la de las últimas dos semanas. Vía
WhatsApp les dije a mis estudiantes que no podía ir a darles la clase
porque mi carro se quedó sin gasolina, y les propuse que si algún alumno
podía darme el aventón hasta la facultad se lo agradecería para que no
se quedaran sin la actividad. Fue todo un espectáculo ver cómo los
muchachos se organizaron entre ellos, y resolvieron contratar un taxi
entre todos para que me buscara en mi casa y me llevara hasta la
universidad, y a la salida me devolviera a mi hogar. Y así hicimos. De
entrada les diré que por razones obvias no faltó ni uno solo de mis
estudiantes (que sobrepasan los cincuenta) y la clase la exprimimos
hasta el último minuto.
Fue
una experiencia realmente conmovedora ver a los muchachos recogiendo el
dinero para pagarle al taxista (que como se ha de suponer se aprovechó
de la circunstancia y cobró tarifa de lujo), pero eso no los amilanó y
vi en sus rostros la alegría propia de la juventud convertida en
esperanza y en verdadero portento. Sin embargo, para mis adentros sentía
que ni ellos (por ser jóvenes), ni yo por el largo camino recorrido en
las aulas universitarias, nos merecíamos todo aquello. De pronto la
satisfacción del “deber cumplido” se transformó en amargura. Llegué a la
casa deprimido al ver las ruinas de un país que pudo estar hoy en el
primer mundo. Mientras un puñado de hombres y de mujeres saquearon las
arcas de una de las naciones más ricas del planeta, hasta dejarla en la
inopia, la inmensa mayoría tiene que soportar miles de penalidades para
poder sobrevivir.
No es
justo. Lo menos que podemos hacer es indignarnos frente al estado de las
cosas. Siempre leo en las redes expresiones como esta: “¡no podemos
estar peor!”. Pues déjeme decirles que es una falsa premisa. Cada día es
peor que el anterior. Cada minuto que pasa es un escalón silencioso,
pero efectivo, para la ruina de todo un país.
Es
posible estar peor, de no actuar, de seguir silentes y adaptándonos al
caos con la cabeza gacha. Los venezolanos merecemos un país mejor. Creo
que esperamos un mesías que nos salve, pero lo que olvidamos es que en
cada uno de nosotros anida el germen de la redención.