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Recuerdos de primaria por Jim Morantes

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JIM MORANTES



Retomando la breve narración epocal de los primeros años en la formación inicial, no sólo académica sino de vida, esa etapa en mi caso y en el de la mayoría que asiste a colegios urbanos, permite por vez primera la interacción con personas ajenas al entorno social, es decir, ya no me encontraba rodeado de familiares, amigos, vecinos y compañeros de clases (en kínder la actividad, es sólo dentro de la institución sin salir, salvo paseos o actividades controladas), de repente sin saberlo y sin percatarme comencé a ver, recorrer e integrar el mundo exterior, con aparente autonomía.


Este es el inicio de la socialización con limitación que es distinta a la socialización bajo orientación, aquí la independencia, se asoma y le da lugar al desenvolvimiento intrínseco del ser, supeditado al rango de acción geográfico de media cuadra donde se me permitía andar (sin saberlo mis padres).


Ocasionalmente cuando me aburría el menú de la cantina escolar, bien sea en el recreo o ante la ausencia del profesor, ese ínterin de  tiempo que le correspondía a las asignaturas de orientación, música o deporte, allí solicitaba permiso al portero para comprar en la bodega de la esquina o helados justo al frente, específicamente en la puerta del complejo deportivo Luis Ghersi Govea, ese breve interactuar de aparente autonomía, era la odisea de la libertad originaria.


Aunque el dinero no lo producía, lógicamente provenía de mis padres, en ese momento efectué las primeras compras “autónomas”, pues la decisión inicial, se basó en el instinto del ser para que la elección del querer compaginara con el pretender; disposición que se produjo el primer día de clases en la cantina escolar, al escoger (después de procesar la información rápidamente en la mente) un tequeño gigante con queso rebosado, exhibido en el mostrador de vidrio con el típico bombillo amarillo de  fondo y  jugo de naranja con agua y azúcar (servido en vaso plástico desechable), almacenado en el clásico expedidor refrigerado de dos sabores un día naranja y tamarindo, otro arroz y avena, parchita y lechosa y así sucesivamente (de buen sabor, aunque no era pura fruta el caso de la naranja), allí la aplique la lógica de la satisfacción en proporción a la retribución de acuerdo al valor monetario pagado y al vuelto recibido, algo así como real y medio o tres medios por el tequeño, un medio por el jugo con cuatro bolívares de vuelto lo que me garantizaba más provisiones el resto de la semana.


Esa sencilla decisión basada en el gusto de la preferencia, de cierta manera rompió el modelo  habitual, instituido en mi hogar, ya que el menú no dependía  de mis progenitores o familia sino de mi criterio incipiente.


Esos recuerdos del pasado son la evidencia del presente, matizados de ese aroma singular de la formación inicial, el continuo aprendizaje y las nuevas experiencias, se reflejan cada instante, esa libertad, es relativa al bienestar, allí adquirí el gusto a las chucherías y posteriormente a la comida chatarra, habito nada saludable.


El ingreso al colegio a más tardar era a las 6:50am, a las 7:00am, estaban ordenados todos los grados en fila y a las 7:15am en el patio en formación “militar” (ordenada con sus respectivos uniformes, recién bañados, bien peinados la camisa por dentro, los zapatos bien amarrados y pulidos), cada sección encabezada por su profesor; el día lunes se izaba la bandera nacional y todos los días, se cantaba el himno nacional antes de iniciar clases.


A las 730am a más tardar, estábamos dentro del salón, ubicándonos en nuestros puestos fijos, pupitres de madera o mesas metálicas con su silla de acuerdo al recinto y al grado (comúnmente 5 y 6to tenían mesas por la contextura y tamaño de los alumnos), no había opción de selección o cambio de lugar, salvo en las materias mencionadas anteriormente, a modo de ejemplo en música se hacían grupos de 3 o 4 alumnos y al ritmo del cuatro se cantaba “chiriguare, chiriguare, zamurito te va a comer, te a comer…”, en la sección asignada por casualidad, siempre me correspondía los 3 primeros puestos, bien sea de forma horizontal o vertical, aun no sé si la localización establecida, se debía al azar, al orden creciente del apellido, al comportamiento o se tomaba en consideración el rendimiento, lo cierto del caso que ese lugar me permitía prestar atención y no distraerme mucho con los compañeros de clases.


  El aula de clases era la típica venezolana, altos techos con platabanda, paredes de bloque con friso y mezclilla, pintadas en color blanco, la parte superior ya que la inferior estaba recubierta en algunos casos de baldosa, un pizarrón grande  color verde o negro con marco de madera, donde se colocaba la tiza,  el escritorio metálico del profesor, con la gaveta del medio y tres gavetas al lateral, los archivadores y el estante para guardar el material didáctico, como: hojas, colores, cartulinas, marcadores, lapiceros, tijeras, goma blanca, papel celofán y crepé, compas, escuadras, etc; el sacapuntas eléctrico estaba ubicado en el escritorio del profesor o en la esquina al lado de la papelera metálica o de plástico, los apagadores de palito, la luz recibida, era blanca proveniente de los clásicos fluorescentes rectangulares y la solar que entraba por las ventanas, ubicadas  a los laterales. Si deseas continuar la secuencia de esta historia, espera la próxima parte de amigos y sígueme en Twitter  @JIMMORANTES






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