Hace poco más de un mes unos queridos amigos me trajeron por encargo desde España
El infinito en un junco
(SIRUELA, 33.a edición: julio de 2021), de Irene Vallejo, al que le
tenía el ojo puesto desde hacía tiempo. No sé si sea ya por la edad, o
porque no siento la necesidad de reseñar las obras (como me acontecía en
el pasado), pero leo este libro con una calma digna de un análisis
introspectivo.
No sé cuándo terminaré de leerlo a razón de una o
dos páginas por día, siendo una obra de más de cuatrocientas, y que a
veces la dejo medio olvidada sobre el sofá. La degusto como un fino y
delicado postre, a los que soy aficionado, y las ideas exquisitamente
expresadas por la autora quedan dando vueltas en mi cabeza, y se
sedimentan en mi interior con un deslumbramiento que en mí no es usual
(a menos que sea un gran libro, y este definitivamente lo es).
Lleva este libro como subtítulo: La invención de los libros en el mundo antiguo,
y nos narra con una sencilla erudición todas las etapas por las que ha
pasado el libro, desde que emergió de las entrañas de las antiguas
civilizaciones cuando dejaron atrás la oralidad, hasta convertirse en
ese admirable objeto que tanto goce ha dado a mi vida, y a las de
millones de personas en el mundo a lo largo de la historia. En cuanto al
género, no podría definirlo con claridad, porque se trata de una
amalgama de hermoso cuento de hadas, ensayo, crónica, novela, poema, y
hasta thriller.
Al día de hoy voy por la página 99,
y he disfrutado tanto de sus historias, de las guerras y pillajes dados
en la antigüedad por emperadores, reyes y bandoleros para hacerse con
el botín de los libros, que cuando llegue a la última página me hallaré
en una especie de delirium tremens, perdido en las nebulosas,
desvariando aquí y allá, farfullando con palabras de la Vallejo un
sinfín de anécdotas, que anonadan los sentidos y nos llevan a conocer en
profundidad la génesis del arte de hacer libros, y del vicio de
poseerlos.
Me llamó poderosamente la atención que la
autora se refiera no solo a la escritura en soportes más o menos
conocidos, como las piedras, las tablillas de arcilla, la madera, el
pergamino y el papel, entre muchos otros, sino además el uso de la piel
humana para transmitir mensajes. Como supondrán, se refiere a los
tatuajes, que es un lenguaje cifrado puesto de moda, pero que comunica
muchas cuestiones de diverso orden cultural: mágico-religioso,
político-ideológico, amoroso, existencial, o sencillamente atemporal.
Ahora
bien, la piel humana tiene además su propio lenguaje, que dicho sea de
paso es ajeno a nuestros deseos, y que varía de acuerdo a las razas. Las
marcas que vamos acumulando dicen mucho de nosotros y de nuestra
historia personal. Las manchas y verrugas de la piel delatan nuestra
edad, los trasiegos existenciales, o si somos poco cuidadosos en su
protección contra los agentes externos como el sol, el viento y la
arena.
Las cicatrices en la piel tienen sus propios
códigos y expresan cuestiones como si fuimos objeto de intervenciones, o
si hemos sufrido accidentes o padecido ciertas enfermedades (acné,
lechina, viruela, sarampión y herpes, entre otras). Para nadie es un
secreto que un navajazo en la mejilla podría representar en un
determinado contexto social, la pertenencia a bandas o pandillas
armadas, o el haberse batido a duelo con alguien en condiciones o
circunstancias un tanto oscuras y temerarias.
La piel
siempre nos cuenta algo y es un libro abierto. Si está muy reseca y poco
elástica, esos signos le podrían indicar a un médico que el paciente
está deshidratado y que su vida corre peligro. Si está muy enrojecida,
que nos hemos expuesto sin protección a las inclemencias del sol o de
los vientos gélidos, y ello podría significar a la larga, de no tomarse
medidas, el desarrollo de un cáncer de piel. Si hay manchas rojas,
podría significar que la persona tiene problemas de coagulación
sanguínea o alguna otra patología de cuidado. Si hay hiperqueratosis con
ciertas características en determinadas partes del cuerpo, ello podría
leerse como una posible patología que requiere de una inmediata atención
médica.
La piel deja al desnudo nuestros más íntimos
sentimientos y emociones. Si nos ruborizamos luego de encontrarnos con
una persona, o frente a una situación, eso es signo de timidez y de que
en nosotros hay una suerte de conmoción interior. Si nos ponemos pálidos
de pronto, eso significa que somos presas de miedo, de un dolor agudo, o
de una condición anómala (un posible desmayo) que requiere urgente
atención. Si al estrechar una mano la sentimos húmeda y fría, tales
signos delatan que la persona está nerviosa o estresada. Igual sucede
cuando la piel de una persona se ruboriza en la zona del cuello. La piel
erizada muestra cuando tenemos mucho frío, cuando hay tensión sexual o
un profundo placer. La piel con tonalidad amarilla denota un posible
problema hepático o de vesícula. La tonalidad azulada de la piel es
signo evidente de la falta de oxígeno en la sangre.
El
lenguaje de la piel es diverso y habla por nosotros de mil maneras.
Somos un libro que escribimos a todo lo largo de nuestra existencia, y
muchas veces ese lenguaje sin palabras es más efectivo que el que
articulamos desde la razón, porque no depende de nosotros: es visceral y
nace de lo más profundo de nuestro ser. Ergo, es sincero y predictivo.
rigilo99@gmail.com