Mérida, Octubre Miércoles 09, 2024, 03:07 am
Cerca de la entrada de Central Park, un puertorriqueño tenía una venta de frutas. Me estaba quedando en el Waldorf Astoria de Nueva York y estaba tan atribulado por los compromisos adquiridos que me quedaba poco tiempo y mucho espacio (la habitación del hotel era inmensa) al punto de que la solución más práctica y sencilla para resolver el asunto de la comida era comprarme un racimo de cambures (bananas). Así lo hice y fue lo mejor.
Ciencia y arte hasta la sepultura
Durante cuatro años trabajé con una población de personas que presentaban esquizofrenia y había sido invitado a un evento de carácter internacional en la cual pululaban los expertos de los más recónditos confines para presentar los resultados de sus distintas investigaciones. Parte de mi infancia transcurrió en Syracuse, cerca de Nueva York, por lo que la ciudad me es bastante cercana. De las cosas espectaculares de esa ciudad inigualable, se encuentra la estatua de Simón Bolívar en una de las entradas de Central Park. Precisamente la que estaba cerca de la frutería en donde compré un racimo de bananas. Era el mes de mayo y no pude evitar ponerme una franela estampada de colores vivos propios del caribe, por lo que entrar al lobby del Waldorf Astoria vestido de manera colorida cargando un racimo de bananas no pasó de ser una extravagancia propia de quienes se quedan en hoteles como ese.
Bienvenidas y despedidas
La versatilidad es un arte. Es el arte de asumir la infinitud de la vida. En esa versatilidad algunos nos sentimos como peces en el agua. Es tan propio de quien asume una actitud versátil de la existencia el dedicarse a la gran torta de la filosofía como ser experto en un asunto concreto. En eso se nos va la vida, como cuando vamos de compras a Walmart y escogemos entre setenta variedades de pan o entramos a una librería, en busca de un buen libro, como si estuviésemos haciendo mercado. Ese eterno transitar entre magníficas paradojas y avasallantes metáforas que hacen que una despedida se transforme en bienvenida y viceversa. Llamo a un amigo para invitarlo a tomarnos una cerveza y me explica que está acudiendo a Alcohólicos Anónimos. Haberlo dicho antes. A veces bien viene un buen café.
Alardes de vitalidad
La chica, alardea de su belleza ante mi absoluta indefensión. Me parece ya abusivo de mi parte que me sigan pasando cosas ordinarias y extraordinarias de manera pareja, en un equilibrio tan perfecto que raya en lo alucinante. La miro como quien se detiene a ver una Catedral Gótica mientras ella se ordena y desordena los cabellos y me regala una perfecta sonrisa de dientes de perlas. Le cuento que metí un racimo de cambures en el Waldorf Astoria y refuerza mis alardes de excentricidad a la par que se solidariza conmigo y explica las virtudes de comer bananas. ¿Qué más le podemos pedir a la vida a estas alturas del juego? Al fondo, una pantalla muestra a la cantante Juri enarbolando La maldita primavera y pienso en la nieve, el maldito copo de nieve.
Maldito copo de nieve
Hay dos imágenes que me vienen a la mente cada vez que aparece la palabra nieve. La primera es de mi infancia en Syracuse, con un metro veinte centímetros de nieve bloqueando la entrada de la casa. Afortunadamente vivíamos al lado del depósito de sal de la ciudad y éramos los primeros en poder salir de nuestra morada. La segunda imagen es la de las innumerables veces que quedé en medio de una tormenta de nieve en los andes venezolanos, a casi cinco mil metros de altura. Todavía siento el viento cortante en la cara cada vez que evoco esa imagen. Por demás está decir que no soy muy afín a la nieve. Sé lidiar con ella y hasta puedo jugar, pero una buena playa con una hamaca atada a un par de palmeras sigue siendo la puerta de uno de mis paraísos preferidos.