Desde que se inició el debate contemporáneo sobre la globalización,
ha cobrado fuerza la opinión de los llamados “escépticos”, que siempre consideraron
que el Estado seguiría siendo por mucho más tiempo el gran protagonista de la política.
Muy optimistas resultaron las previsiones de los que pensaron que un mundo
mejor era posible a partir del aumento de la transnacionalización y
regionalización de la gobernanza, gracias a la cual, cada vez más actividades
gubernamentales quedaban enmarcadas o integradas por acuerdos internacionales e
instituciones transnacionales.
Se llegó a pensar, incluso, que la revolución de la
tecnología de la información; la interacción transfronteriza de los flujos de
capital, conocimiento, información, productos de consumo y población y algunos
cambios de la política y lo político; bastaban para crear un nuevo marco de
relacionamiento mundial.
La verdad es que el notable crecimiento de la interconexión
económica dentro de las regiones y entre ellas; el aumento de la competencia política
y económica que desafía las viejas jerarquías y genera nuevas desigualdades; los
problemas transnacionales y transfronterizos, como la destrucción del medio
ambiente, el crimen organizado y el terrorismo internacional, que amenazan a todos
los gobiernos, no han sido suficientes para construir respuestas supraestatales
eficaces.
Las rutinas cotidianas en el mundo siguen dominadas por las
circunstancias nacionales y locales, la lógica estatal está consolidada y cada
vez es más urgente colocar en su centro al ser humano
y el pleno cumplimiento de sus derechos fundamentales.
De los Estados sigue dependiendo el
acceso universal a la educación y a la sanidad; la ratificación y aplicación de
los distintos protocolos medioambientales; terminar con prácticas como el
dumping en el comercio internacional; reformar el actual sistema de patentes
para que productos como los medicamentos sean accesibles a todas las personas; erradicar
el abuso laboral y la explotación infantil; prevenir y resolver los conflictos
bélicos y controlar efectivamente el comercio de armas. Hasta la Organización
de las Naciones Unidas, experta en estos temas, está en franco declive, atada
de pie y manos frente a las tensiones que generan China, EEUU y Rusia.
Lo que si crece es la conciencia sobre los peligros que
corre la vida misma del planeta, a causa de un capitalismo depredador sustentado
en el excesivo productivismo y en la sobreexplotación que amenazan el medio natural y perjudican las
especies animales, las tierras, las aguas, la atmósfera y la supervivencia del
hombre mismo. Este aniquilamiento de la vida se paga, además, con el
sacrificio de millones que enfrentan las consecuencias del hambre, la exclusión
social, la degradación ecológica, la violencia y la muerte.
El mundo de hoy, aunque lo
percibamos como más pequeño, está fuertemente ligado al Estado-Nación, los
nacionalismos resurgen una y otra vez y persisten los conflictos políticos
entre los Estados. Cada vez son más escépticos los que alguna vez pensaron que
la globalización haría del mundo un lugar más seguro, solidario y pacífico.