Mérida, Noviembre Miércoles 29, 2023, 07:44 am
Hace dos semanas en mi artículo Conocer a un autor hablé acerca
de la vida del autor como complemento de su creación. Sin embargo, hoy
quiero ahondar un poco en la relación que un lector establece entre el
autor y su obra, y cómo dicha visión pudiera entorpecer la percepción y
valoración de ésta. Sucede muchas veces que quienes disfrutamos de un
libro, un cuadro, una escultura o una pieza musical, por ejemplo,
sensibles como somos frente al arte, solemos confundir la vida de sus
artífices con su obra, y esta noción trae consigo el que lleguemos a
repudiarla en su conjunto afectados por cuestiones acontecidas en la
biografía de sus creadores, quienes como humanos que son, no escapan a
períodos de luz pero también de oscuridad y de oprobio. En este sentido,
deseo clarificar mi posición al respecto con algunos ejemplos
personales.
Admiro desde hace muchos años al autor colombiano
Gabriel García Márquez, y varios de sus libros son piezas claves de las
letras universales. El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto
son libros de cabecera: he vuelto a ellos una y otra vez y en cada
oportunidad se acrecientan mi interés y mi gozo con su lectura. Por
supuesto, Cien años de soledad es una indiscutible obra maestra,
que ha elevado al Gabo a insospechadas cimas de reconocimiento en todo
el orbe. Empero, abominé de su posición política, no comulgué con su
comunismo trasnochado y su aquiescencia frente a regímenes genocidas que
mancharon la historia con su horror. Su amistad con Fidel Castro, y con
muchos otros personajes, era a mi entender sencillamente aborrecible y
ponía su halo de brillo literario entre grandes comillas. Créanme, no
obstante, que cuando me acerco a sus páginas, esas máculas no se hacen
presentes, ni llegan a mi mente sus abrazos de palmadas en la espalda al
dictador isleño, ni sus ínfulas caribeñas de codearse con el poder
omnímodo y usufrutuar de él a favor de “grandes causas”. Cuando tengo en
mis manos cualquier libro de García Márquez me entrego en absoluto a su
magia y a su encanto, y nada ni nadie podrá robarme ese disfrute que es
valor agregado en mi existencia.
Otro tanto me ocurrió con el
portugués José Saramago, de quien leí todo lo que cayó en mis manos (y
miren que fueron muchos libros). Cuando leí Ensayo sobre la ceguera
fue tal mi conmoción interior, mi derrumbe escatológico, mi admiración
artística, que luego se me dificultó poder leer a otros autores, y ya ni
se diga sus libros posteriores (que fueron cuesta abajo en calidad
hasta su muerte). Me parecía que el autor había puesto el listón tan
alto, que para qué seguir escribiendo. Es más, y no exagero: pensé que
hasta ese momento llegaba mi carrera literaria; nada lo podía superar.
El otro lado de la moneda lo hallé con las opiniones políticas de
Saramago: comunista a ultranza, defensor de lo indefendible, azuzador de
regímenes francamente lamentables. Yo no soportaba su autosuficiencia,
su pretender pontificar de lo humano y lo divino, su actitud displicente
y arrogante frente a otros autores y gobiernos que no eran de su línea
“dura”; su noción de que en él se establecía un antes y un después. Sin
dudarlo, la reconciliación llegaba una vez que tenía en mis manos a Levantado del suelo, El año de la muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra, Cuadernos de Lanzarote, Casi un objeto, y paro aquí. El súmmum de lo humanamente posible.
Termino de leer el poema en prosa Mi delirio sobre el Chimborazo de
Simón Bolívar, y es una delicia: una escritura perfecta, cosmogónica,
impregnada de portento y de fábula. Leo una y mil veces sus ideales de
grandeza, y veo su obra política y militar que llevó la libertad a una
extensa región de la América española. Leo las cartas de Bolívar a
Manuel Sáenz, su Manuelita, y ¿cómo no sublimarme con su compleja
sencillez, con su desenfado y su delicada poesía? Imposible. Pero la
sombra, ¡ay la sombra!, de ella no escapó ni el gran Libertador. Nada
puede justificar su degollina con el tristemente famoso Decreto de Guerra a Muerte
del 15 de junio de 1813. Perdónenme, pero nada lo justifica: ni
siquiera los resultados de la atroz guerra que diezmó a buena parte de
la población del país y del subcontinente, y dejó huérfanos y viudas por
doquier. Como tampoco nada justifica el fusilamiento de Manuel Piar,
brillante militar venezolano de origen curazoleño.
Con Camilo
José Cela, Premio Nobel de Literatura 1989, me pasó otro tanto. Su fama
era de polemista y de enconado fabulador. Se ganó la animadversión de
mucha gente con su novela La Catira (1955), que le dio mucho
renombre y dinero, y que fue producto de un encargo de parte del
dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez al brillante y prometedor
escritor. Conocí personalmente a Cela, en ocasión de su visita a Mérida a
finales del siglo pasado, y si bien es cierto que fue de pasada, porque
estaba entre los asistentes al acto que en su honor se hizo en la
ciudad, por sus contundentes palabras pude sacar en limpio algunas
cosas: tenía una personalidad avasallante (no me extrañan sus abundantes
enemigos), era imponente y arrogante, pero cuando tengo en las manos
libros como La familia de Pascual Duarte o Madera de Boj,
las sombras se extinguen en arte y en esplendor de una prosa
inigualable. Ya no veo al antipático autor gallego, sino que mi
espíritu, intelecto y razón se diluyen en su poderosa literatura.
rigilo99@gmail.com