Mérida, Marzo Miércoles 22, 2023, 01:20 am
Como Borges, amo leer, es una pasión, es una pulsión que va más allá de
mi realidad para internarse en el morbo, en lo inaudito, en lo que nadie
podría creer. En estos días me recordó mi esposa que en una oportunidad
salí al pasillo del piso en el que vivíamos para tirar la bolsa de la
basura por el bajante, y notó que demoraba, y eso le preocupó, salió a
ver qué pasaba y sus ojos no podían creer lo que veían: yo estaba
detenido y con la cabeza torcida leyendo un artículo del periódico que
envolvía el ducto. El colmo, sin duda, el extremo enfermizo, la pasión
llevada al extremo de lo inadmisible, pero es así, y es imposible
detenerse, es un algo que impele, que azuza, que te lleva de la mano a
entregarte a la palabra, a su andadura, a la fuerza magnética que atrae a
su centro, y como limaduras de hierro, quedamos pegados, adheridos a
sus dictámenes, presas de sus leyes y tal vez esclavos de su designios.
Como
Borges, amo leer más que escribir, aunque ambos se complementen y
pendan de sutiles hijos de plata, que no vemos lógicamente, pero que
están ahí, para enriquecerse, para amalgamarse, para hacer de ellos una
misma esencia, consustanciada completamente, fundida en una propia
naturaleza, acrisolada y a fuego lento, pero leemos y el gozo es
nuestro, está de nuestra parte, no hay página en blanco que valga,
tampoco los sinsabores de la argumentación, que pueden llevarte por
oscuros laberintos, por caminos extraviados, por la cuesta empinada de
la angustia y también de la vieja melancolía, el que lee solo tiene la
obligación del disfrute, y por eso los buenos lectores somos hedónicos,
nos entregamos sin más al placer, y leemos solo aquello que nos gusta,
nuestra consigna es casi orgiástica, de completitud, del ahora y del
presente, de lo que se vive en el instante y se eleva a poderosas cimas.
Quien
lee sale de sí, queda sin identidad, es convertido en un ser
embelesado, vuelto a sí mismo, introyectado, identificado con las
páginas que lee y con el autor, ganado a sus batallas, reacio a mirar a
los lados, a escurrirse, a realizar cualquier otra cosa que lo aleje de
su objetivo, que lo aparte del libro, que lo arranque de un placer
egoísta, que se mira a sí mismo sin que el resto ocupe su atención, y
nada importa más que aquello, se cierra, se encapsula, se mece entre
dimensiones paralelas, establece así vasos comunicantes que lo alejan y
lo acercan al mismo tiempo a la vida misma, a esa que deseamos vivir, a
esa que nos dice una y mil veces que la lectura es felicidad absoluta.
Como
lo dijo Borges, que a su vez tomó de Montaigne, si la lectura es
felicidad en su más diáfana concepción, no puede imponerse a nadie, no
puede obligarse a nadie a ser feliz, sería un absurdo, y eso es justo,
porque el placer es una opción, se puede vivir sin él, total hay muchos
que lo ignoran, que pasan de largo, que miran para otro lado y asumen
las cosas a su manera, y la lectura es, por así decirlo, una manera de
gozo, de sentirse a gusto en la propia piel, de exaltar los sentidos, de
ver más allá de su cruda y gris realidad, y leemos sin parar, bueno, es
una forma de expresarlo, porque hay que parar para beber café, por
ejemplo, para comer y para dormir, para hacer el amor, para trabajar y
producir, pero leer, insisto, suple muchas cosas, incluso la sensación
de hambre, de sed y de hastío.
Quien lee vive dos veces, y no se
crean que la frase la he inventado yo, no, lo más seguro es que la haya
leído en algún libro, que la haya experimentado en carne propia, que
haya sido objeto de la diversidad de mundos que se nos presentan con los
libros, y hay en ello un reconocimiento, una variante del
agradecimiento, porque así como los espejos multiplican la progenie, los
libros multiplican los mundos, llenan nuestra cabeza de imágenes, de
hermosas historias, de gratísimos personajes, de ciudades de ensueño y
de paraísos, de territorios inimaginados, de mundos fabulosos, reales o
no, de lo fáctico y de lo etéreo, de lo telúrico y de lo sutil, y nos
hace mejores personas, y en las buenas páginas de los libros nos
reconocemos, decimos “ese soy yo”, “esa es mi historia”, “eso me sucedió
a mí”, “así es mi mundo”, y desandamos nuestros pasos, oteamos otros
destinos, soñamos con ser más de lo que nos fue dado ser.
Como
lector hedonista soy exigente, selecciono, indago, sopeso, busco aquí y
allá, abro uno y otro libro, hojeo, recorro en silencio y con calma las
páginas, descarto lo que no me gusta, dejo de leer los ladrillos,
suspendo la lectura, reflexiono, tomo nota, nada de bodrios ni de
truculencias, mi tiempo es sagrado, lo que no me atrae regresa a su
sitio, a seguir a la espera de mejores momentos o de otros tiempos,
total: el libro se lee cuando debe ser, en su hora, cuando nuestra
interioridad lo recibe sin interferencias, sin mucho ruido, de manera
sosegada y limpia, y es cuando decimos “¡qué gran libro!, “¿y el autor
no ganó el Nobel?”, “tenía muy cerca un tesoro”, “que bueno no haberlo
perdido”, tomo notas, me levanto, respiro profundo y la emoción se
agolpa, el libro arde en las manos, es como una brasa, retumba en la
memoria y sus ecos se hacen infinitos, resuenan en un crescendo que
podría marcarnos; regresamos a lo leído, queremos saborear de nuevo, lo
que nos hace disfrutar de lo que amamos una y otra vez, es así, es
humano, y la lectura nos lo recuerda a cada instante.
rigilo99@gmail.com