Mérida, Diciembre Lunes 02, 2024, 04:36 pm
Hay ciudades en la literatura que son y no son a la vez las ciudades
reales, se parecen a las que conocemos, pero hay en ellas un “algo”
neblinoso y si se quiere enigmático, que las distancia de aquellas que
trajinamos, y son ciudades que se quedan para siempre en nosotros, que
nunca nos abandonan, cuya impronta es el misterio, la soledad y los
abismos existenciales, están habitadas por seres distintos, casi
fantasmales, que deambulan en la búsqueda de su destino, y a veces lo
hallan, otras tantas se quedan con las manos vacías, vagando como
esperpentos, disueltos en una suerte de vaho o de sustancia etérea que
los difumina y los disuelve en el ambiente, y se pierden por ahí, casi
siempre en medio de una tarde de lluvia o de una noche sin luna, doblan
en una esquina y ya no se les vuelve a ver, o tal vez se hunden en las
aguas de algún caudaloso o sereno río, dejan una flor doblada como señal
de que estuvieron en la vida, de que intentaron por todos los medios de
insertarse en ella, pero se les fue para siempre de las manos, se
quedaron abrazando la nada con el rostro pálido y la mirada perdida,
caminando sin rumbo, zigzagueando sus pasos...
Y qué decir
entonces de Comala, la ciudad mítica de Juan Rulfo, tan fantasmal como
sus habitantes, tan callada y vacía que se puede tocar el silencio con
las manos, y si bien algunos “estudiosos” tratan de darle fisonomía a
esa recreación literaria y de otorgarle otro nombre distinto y “real”,
nada hacemos con identificarla, y a mí no me interesa, porque sería como
partir en mil pedazos un sueño o una ilusión, o reventar un globo que
se eleva con una tenue brisa, la ciudad de Rulfo es esa, Comala, y no
otra, y ella quedará como referente universal, y son sus calles y sus
campos, sus casas y veredas, tal y como las describió el autor, el
espacio “real” de su fábula, el contexto maravilloso que le imprime a lo
contado verisimilitud y a la vez asombro, aquí realidad y ficción se
funden, vivos y muertos se entrecruzan y se relacionan, y es
precisamente todo este prodigio lo que le confiere a los textos del
mexicano ese toque particular y esa huella que muy pronto se hizo
eterna, y que quedará hasta que no hallan más lectores, y la palabra se
pierda en el tiempo.
En el mundo del uruguayo Juan Carlos Onetti
hay una ciudad muy especial, es la mítica Santa María de lo mejor de su
narrativa, y es también una ciudad triste, muchas veces gris u oscura,
habitada por seres decepcionados, aventados aquí y allá, tal vez sean
hombres y mujeres asqueados, pesarosos, que van maquinalmente por la
vida y se pierden en el fragor de sus propias medianías, luchan a
sabiendas de que ya son perdedores, y a pesar de todo siguen adelante
con su destino a cuestas y se internan por sus pedregosos senderos,
gastan su existencia en los afanes del día a día, pero también en la
juerga y el disfrute, son seres como nosotros, pero distintos en
esencia, porque son etéreos como los espacios de su ciudad y en ella
hacen sus vidas y las interpelan para sacar de ellas hasta la última
gota, hasta quedar saciados, pero también sedientos.
Miguel de
Cervantes no quiso decirnos el lugar de la Mancha en el que parte la
aventura de Don Quijote, y no lo quiso recordar, simplemente, porque
pocos como él sabían (por creador) del juego de la memoria y de la
ficción y de sus posibilidades salvíficas, y de allí arranca también su
mecanismo de seducción: sí, de la duda que deja sembrada en los
lectores, quienes se afanan por querer conocer, y si bien hay quienes
afirmen que se trata de Villa Nueva de los Infantes, y lo afirman con el
pecho hinchado del orgullo investigativo, los lectores nos
empobrecemos, porque nos coartan la imaginación, y si bien es éste un
posible “hallazgo” histórico, no me interesa, en lo particular no deseo
por nada de este mundo que me rompan la ilusión de dejar que sea yo
quien lo invente en mi cabeza, aunque no conozca aquellos parajes,
porque ese es precisamente el fin de la literatura: recrear nuevos
mundos, complementar mi vida, llevarme en su hechizo hasta los confines
del planeta.
El escritor venezolano Mariano Picón Salas tuvo
también su ciudad mítica, y aunque no sea reiterada en su vasta obra,
por diversa y genérica, la recrea en una breve y hermosa novela titulada
Viaje al amanecer, en la que idealiza a Mérida, su ciudad de
origen, de la que se marchó por cuestiones de estudios y luego por
serios problemas familiares, para regresar sólo ocasionalmente, pero
esto no impidió que dejara de llevarla consigo, que estuviera presente
en sus sueños juveniles y de madurez, en sus más hondas querencias, y es
la Mérida de este autor la ciudad de la luz (a pesar de las neblinas
que la atenazaban con fuerza a comienzos del siglo XX), la ciudad de la
naturaleza exuberante y pródiga, la de las alegres y coloridas aves, la
de los amigos de la infancia y de sus más alegres aventuras, y a
diferencia de las ciudades míticas de los anteriores autores, la de
Picón Salas no es lúgubre ni solitaria, y si bien la retrata desde la
nostalgia de los tiempos idos, sus recuerdos son exultantes y vívidos,
como queriendo fijarla en las páginas para no perderla jamás, y en lo
particular se lo agradezco, la hago mía en su clara esencia, aunque la
realidad presente me hunda con frecuencia en la más ominosa tristeza, al
ver cómo se nos escapa de las manos.
rigilo99@gmail.com