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La ciudad y la literatura por Ricardo Gil Otaiza

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La ciudad y la literatura por Ricardo Gil Otaiza


Hay ciudades en la literatura que son y no son a la vez las ciudades reales, se parecen a las que conocemos, pero hay en ellas un “algo” neblinoso y si se quiere enigmático, que las distancia de aquellas que trajinamos, y son ciudades que se quedan para siempre en nosotros, que nunca nos abandonan, cuya impronta es el misterio, la soledad y los abismos existenciales, están habitadas por seres distintos, casi fantasmales, que deambulan en la búsqueda de su destino, y a veces lo hallan, otras tantas se quedan con las manos vacías, vagando como esperpentos, disueltos en una suerte de vaho o de sustancia etérea que los difumina y los disuelve en el ambiente, y se pierden por ahí, casi siempre en medio de una tarde de lluvia o de una noche sin luna, doblan en una esquina y ya no se les vuelve a ver, o tal vez se hunden en las aguas de algún caudaloso o sereno río, dejan una flor doblada como señal de que estuvieron en la vida, de que intentaron por todos los medios de insertarse en ella, pero se les fue para siempre de las manos, se quedaron abrazando la nada con el rostro pálido y la mirada perdida, caminando sin rumbo, zigzagueando sus pasos...

Y qué decir entonces de Comala, la ciudad mítica de Juan Rulfo, tan fantasmal como sus habitantes, tan callada y vacía que se puede tocar el silencio con las manos, y si bien algunos “estudiosos” tratan de darle fisonomía a esa recreación literaria y de otorgarle otro nombre distinto y “real”, nada hacemos con identificarla, y a mí no me interesa, porque sería como partir en mil pedazos un sueño o una ilusión, o reventar un globo que se eleva con una tenue brisa, la ciudad de Rulfo es esa, Comala, y no otra, y ella quedará como referente universal, y son sus calles y sus campos, sus casas y veredas, tal y como las describió el autor, el espacio “real” de su fábula, el contexto maravilloso que le imprime a lo contado verisimilitud y a la vez asombro, aquí realidad y ficción se funden, vivos y muertos se entrecruzan y se relacionan, y es precisamente todo este prodigio lo que le confiere a los textos del mexicano ese toque particular y esa huella que muy pronto se hizo eterna, y que quedará hasta que no hallan más lectores, y la palabra se pierda en el tiempo.

En el mundo del uruguayo Juan Carlos Onetti hay una ciudad muy especial, es la mítica Santa María de lo mejor de su narrativa, y es también una ciudad triste, muchas veces gris u oscura, habitada por seres decepcionados, aventados aquí y allá, tal vez sean hombres y mujeres asqueados, pesarosos, que van maquinalmente por la vida y se pierden en el fragor de sus propias medianías, luchan a sabiendas de que ya son perdedores, y a pesar de todo siguen adelante con su destino a cuestas y se internan por sus pedregosos senderos, gastan su existencia en los afanes del día a día, pero también en la juerga y el disfrute, son seres como nosotros, pero distintos en esencia, porque son etéreos como los espacios de su ciudad y en ella hacen sus vidas y las interpelan para sacar de ellas hasta la última gota, hasta quedar saciados, pero también sedientos.

Miguel de Cervantes no quiso decirnos el lugar de la Mancha en el que parte la aventura de Don Quijote, y no lo quiso recordar, simplemente, porque pocos como él sabían (por creador) del juego de la memoria y de la ficción y de sus posibilidades salvíficas, y de allí arranca también su mecanismo de seducción: sí, de la duda que deja sembrada en los lectores, quienes se afanan por querer conocer, y si bien hay quienes afirmen que se trata de Villa Nueva de los Infantes, y lo afirman con el pecho hinchado del orgullo investigativo, los lectores nos empobrecemos, porque nos coartan la imaginación, y si bien es éste un posible “hallazgo” histórico, no me interesa, en lo particular no deseo por nada de este mundo que me rompan la ilusión de dejar que sea yo quien lo invente en mi cabeza, aunque no conozca aquellos parajes, porque ese es precisamente el fin de la literatura: recrear nuevos mundos, complementar mi vida, llevarme en su hechizo hasta los confines del planeta.

El escritor venezolano Mariano Picón Salas tuvo también su ciudad mítica, y aunque no sea reiterada en su vasta obra, por diversa y genérica, la recrea en una breve y hermosa novela titulada Viaje al amanecer, en la que idealiza a Mérida, su ciudad de origen, de la que se marchó por cuestiones de estudios y luego por serios problemas familiares, para regresar sólo ocasionalmente, pero esto no impidió que dejara de llevarla consigo, que estuviera presente en sus sueños juveniles y de madurez, en sus más hondas querencias, y es la Mérida de este autor la ciudad de la luz (a pesar de las neblinas que la atenazaban con fuerza a comienzos del siglo XX), la ciudad de la naturaleza exuberante y pródiga, la de las alegres y coloridas aves, la de los amigos de la infancia y de sus más alegres aventuras, y a diferencia de las ciudades míticas de los anteriores autores, la de Picón Salas no es lúgubre ni solitaria, y si bien la retrata desde la nostalgia de los tiempos idos, sus recuerdos son exultantes y vívidos, como queriendo fijarla en las páginas para no perderla jamás, y en lo particular se lo agradezco, la hago mía en su clara esencia, aunque la realidad presente me hunda con frecuencia en la más ominosa tristeza, al ver cómo se nos escapa de las manos.

rigilo99@gmail.com                                        





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