Mérida, Diciembre Domingo 10, 2023, 04:40 pm
Los libros nunca se han llevado bien con la estupidez humana: de hecho,
buscan neutralizarla, desaparecerla de la actuación de quienes la
ostentan, abrir la mente a la luz de las ideas y enrumbar al ser hacia
nuevos y mayores derroteros, pero ha habido tiempos en los que tontos
disfrazados de árbitros y de impolutos jueces, levantan su dedo contra
los libros y deciden destruirlos, echarlos en una pira, ponerles un
sello de “prohibido”, castigar a quienes se acerquen a ellos por temor a
lo que dicen y cuentan, y la historia nos recuerda a la famosa “hoguera
de las vanidades”, promovida en Florencia a finales del siglo XV por
Savonarola, en donde fueron incinerados centenares de libros de gran
valía, de portentosos clásicos, al ser señalados de inmorales.
Pues
bien, esos ominosos tiempos han regresado y leemos con estupor la
fuerte censura a la que están siendo sometidas decenas de obras
literarias, por atentar contra la exquisita sensibilidad de quienes se
sienten ofendidos porque autores de ayer, que ya no están desde hace
tiempo en este mundo, escribieron cuestiones que en sus tiempos eran
normales y corrientes y que hoy son mal vistas por personas a las que
les molesta que se digan las cosas por su nombre, y al tratarse de
cuestiones “políticamente incorrectas” (referencias al color de la piel o
a la contextura física, apodos relacionados con defectos físicos,
religiosidad, sexualidad y origen étnico) se erizan como energúmenos y
exigen que dichas obras sean sacadas de circulación o en su defecto
modificadas en su escritura original, para que estén contestes con sus
aspiraciones de no ser “mancilladas” con alusiones que las ofenden y las
ponen en minusvalía frente a los otras.
La fragilidad psíquica
de muchos es tal, que no soportan ni siquiera referencias en las obras
literarias a condiciones personales que supuestamente los afectan, lo
que a todas luces es tonto y hasta risible, porque no dejamos de tener
“cierta condición” porque se prohíba su mención pública y se haga un
incómodo silencio, y tapar el sol con un dedo no es la solución, ya que
como diría mi madre con toda la razón: “la procesión se lleva por
dentro”, y somos nosotros los que debemos trabajar muy duro para
superarla a lo interior, pero no imponerles a los otros una censura y
obligarlos a que no digan lo que sientan y piensan, y mucho menos que lo
escriban en libros, porque cuando se llega a esos extremos estamos
sencillamente coartando un principio fundamental: la libertad de
expresión y de creación, y vulnerándose su derecho intelectual.
Hay
quienes dicen que esto acontece porque se trata de una “generación de
cristal”, muy sensible y de piel muy delicada, pero no lo creo, porque
también veo en estos menesteres a gente de edades provectas (no puedo
escribir la palabrita demonizada), que se han puesto a la “moda” y ahora
son más papistas que el Papa, y todo lo condenan y critican hasta el
extremo de convertirse en personas tóxicas y fastidiosas, que a cada
instante pretenden corregir a sus interlocutores, y como ahora tienen en
sus manos las redes sociales, sobre todo a Twitter, pues la han tomado
como su trinchera, y líbrenos Dios de escribir algo “incorrecto” a sus
ojos y gustos, porque nos mientan la madre en público y nos mandan a
freír espárragos, y no contentos con la afrenta denuncian la cuenta y se
unen a otros (con juventudes acumuladas como ellos), y se afanan con
decisión y odio para que la cierren.
Resulta inadmisible el que
muchas editoriales se presten al juego de la hipersensibilidad estética,
y se hayan dado a la tarea de corregir o de reescribir obras clásicas
en su género, tanto en sus títulos como en sus contenidos (con la
anuencia de los herederos cuando es el caso, y si las obras ya está
libres de restricciones, pues lo hacen a la libre), irrespetando al
difunto autor, vulnerando su proceso creativo, mancillando sus páginas
al quitar adjetivos (sobre todo) que consideran “malos” y los sustituyen
por palabras fofas, que dicen pero no dicen, que a nadie molestan, pero
que tergiversan la propuesta original, abofetean a sus creadores, y nos
muestran con claridad la vulnerabilidad de nuestro tiempo, de su gran
hipocresía; de su tamaña y tosca bolsería.
Hay ya en el mercado
obras corregidas y modificadas de varios autores del ayer (Agatha
Christie, Roald Dahl e Ian Lancaster Fleming), y se estima que en los
próximos años suceda lo mismo con los libros de muchos otros. Incluso se
ha llegado a insinuar que se adelanta la corrección de algunos de los
libros de la saga de Harry Potter de J.K. Rowling, y se han
interpuesto acciones legales en algunos países como los Estados Unidos y
Canadá para sacar los libros de las librerías, por el cuestionamiento
de ciertos grupos de fanáticos que deploran la noción de la magia y la
hechicería desde lo religioso, pero hasta ahora las acciones han sido
infructuosas.
Los ímpetus censores en Occidente están a toda
máquina, y ni se diga en países fuera de su espectro: no nos olvidemos
del tristemente célebre caso de Salman Rushdie y Los versos satánicos,
que por poco le cuesta la vida al autor. Eso sin contar que no se trata
solo de la literatura: la censura abarca a todas las artes. En Mérida
le pusieron una pantaleta a la estatua América (o La India) de Manuel de la Fuente, y a la final terminó mutilada por la “delincuencia”.
rigilo99@gmail.com