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Un cazador de estrellas: el Chino Valera Mora por Orlando Oberto Urbina

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Un cazador de estrellas: el Chino Valera Mora por Orlando Oberto Urbina


bajarigua@gmail.com

 

Aquí yace una

anécdota

Fui un hombre

que me respeté

a mí mismo.

Chino

 

Un poeta de gran peso intelectual, un cazador de estrellas y creador de un río de palabras -y de pensamiento- que van abordando hechos que brillan como la ira de Luzbel, cuando se anuncia un nuevo paraíso por encima de un proceso de iniquidades. Cantado por las montañas y ríos que atraviesan su lugar de origen, este poeta soportó todo aquello que hoy también viven otros, como aquella clarividencia que pudo convertir a algunos en poetas malditos, en medio de la enfermedad que la carcoma burocrática y la ideología oficial han venido asumiendo sobre todo lo existente, y que realmente ha carcomido y destrozado todo aquello que florecía a fuerza de trabajo e investigación.

Los condenados de la tierra forman una sola y única raza de predestinados a la cual estaba encomendado el futuro del hombre. Todo lo que haya que contar esta crónica memorable sobre este extraordinario hacedor de la palabra poética, El Chino Valera Mora, revela que él era un juglar para que Dios se sintiera agradecido de tanta hermosura echada en sus párpados de amores más allá de cualquier indisposición, en aquellos tiempos en que el poeta venía a vaciar esas copas al sol de Mérida, Caracas y Roma, donde vivió, y donde fue haciendo un ovillo de palabras que juntaban un carrete rodando por una pendiente, como nos señala Manuel Bermúdez en un conocido texto homenaje.

 El Chino Víctor era un poeta de la generación del 58. Nació en Valera, estado Trujillo, un 27 de Septiembre de 1935, hijo de Antonio Isidro Valera y de Elena Mora. Su vida transcurre en san Juan de los Morros, estado Guárico. En 1951, en plena adolescencia, debe trasladarse desde Valera: a aquella población del llano venezolano donde estudia el bachillerato, y luego se va a la ciudad de Caracas, donde obtiene el título de sociólogo en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Ejerce la docencia en algunos liceos, y va a ser parte de la lucha por la liberación, la cual va a compartir con la poesía a través de panfletos, volantes y escritos políticos. En esa época va a fundar junto a otros intelectuales y artistas plásticos el núcleo iconoclasta “La Pandilla de Lautréamont”, integrado por  Mario Abreu, Luis Camilo Guevara, Caupolicán Ovalles y Ángel Eduardo Acevedo. Este último aún vive en Mérida, y ha sido olvidado, incluso siendo uno de esa generación de vanguardia que en la poesía venezolana transformaron las viejas formas de hacer literatura.

A finales de los años 60, Valera Mora llega a Mérida, y va a laborar en el Departamento de Planificación de la Universidad de los Andes por un largo tiempo, y regresa a Caracas en los años 70 para trabajar en el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), en la dirección de recursos humanos y en la gran papelería del mundo: la famosa biblioteca ambulante de los hermanos Víctor Manuel y  Caupolicán Ovalles. En El Chino va existir un luchador permanente, y como lo refiere Luis Perozo Cervantes en su portal, este poeta revolucionario (nada que ver con el reformismo de hoy), comprometido con las luchas del mundo, se va atrever a estudiar los procesos propios del país.

Este intelectual formado en las incandescentes batallas de la palabra y la insurgencia política va a generar un pensar en palabreo rebelde, entregado conscientemente a su bohemía y al desarraigo existencial. El poeta parece instalarse en la palabra ahogada en el vino del amor sin condiciones, que a su vez forja la conciencia remordida por lo que se deja de decir. O hacer.

Su padre fue un obrero que falleció de tuberculosis, y su madre una campesina que va a dar todo por ese hijo, y quien luego va expresar su propia historia en algunos textos. Perteneció al grupo literario La República del Este, “la república del sol naciente que no tiene más oposición que las sombras de la noche” según decía Orlando Araujo en Crónicas de Caña y Muerte.

Los accidentes de su vida fueron de los más ricos en hechos amorosos súbitos y casi siempre subversivos, tal vez  fieles a los viejos rencores y a las disciplinas de partidos. Era un hombre demasiado entretenido que escribía con letra menuda.

Contar sobre su vida es descifrar lo que se mueve en el corte único que nos revelan sus textos poéticos:

Lo mío es un masseratti tres litros/ una potente máquina/ una agónica agonía de turbinas/ mejor si trae consigo los sonetos de Orfeo.

Una poesía que es, con seguridad, de las más honestas y menos engolada que podamos tener entre nosotros. Un poeta sin padrinos que nunca recibió medallas, ni el más modesto reconocimiento literario, ni mucho menos títulos que fueran otro objeto de consumo que no fuera un libro.

En estos poemas suyos, el desafuero que expresa es de la más alta estirpe racional y clásica que haya conocido la poesía venezolana; como una suerte de canto de amor loco,

Porque todo principio estalla en presagios/ todo fuego heredado o abolido es divergente/ aun lo que consume al solitario diverge/el grito de un hombre en su jaula invisible/ nos hace tocar la piedra humeante del destino.

Su amigo Ángel Eduardo Acevedo señala sobre Víctor Manuel Valera Mora que “su imagen tan ligada a mi existencia y a mis sobreflotaciones figura entre las de mis amigos más escogidos, en vida o en muerte, para comunicarme lo imprescindible”.

El Chino vivió para escribir lo más desafiantes poemas. Gabriel Jiménez Emán recuerda al Chino Valera Mora en Caracas, en las barras del Vecchio  o  La bajada, en pleno auge de la salsa, entre los cantores de América y el rock, cuando desde Sabana Grande se forjaban proyectos para una República que iba más allá del Este geográfico: una república de ilusos que soñaban sin cesar con un país mejor: una utopía.

Continúa Jiménez Emán: “Vinieron reacomodos, democracias ficticias, saqueos previstos, y repúblicas de corrupción que pasaron ante los ojos iracundos de otros grandes: Ludovico Silva, Orlando Araujo, Baica Dávalos. Ellos tres, con el Chino y ahora con Miyó, son los muertos que más nos duelen, pero no importa: no se pierden de nada. Ellos en sus páginas crearon, sin saberlo, una república mejor, un país de sueños inmortales. Aquel hombre de luchas y quien fue un militante de la poesía y de los sueños organizados en el Partido de la Revolución Venezolana (PRV), de la mano del comandante Douglas Bravo, quien nos expresaba que nunca lo vio mendigando una embajada o agregado cultural”.

El poeta no sabía por qué le decían el Chino, “porque más cara de Chino tengo, cara de indio timotocuicas”. En 1952 se incorpora a la juventud Comunista, a través de Rafael Ángel Hernández, dirigente de la juventud comunista, que era el contacto con Jesús Farías, en la penitenciaría de San juan de Los Morros.

Nací de parto bravo/ y vivo sin dolerle a nadie

(Canción del Soldado Justo)

Si me tapan los oídos con que oigo/ a mis hermanos pálidos y hambrientos/ hablaré seriamente con el aire/ para que se abra paso hasta los sesos

El Chino Valera Mora publicó, entre otros libros: Canción del Soldado Justo (1961), Amanecí de Bala (1971), Con un Pie en el Estribo (1972), 70 Poemas Stalinistas (1979), Del Ridículo Arte de Componer Poesía (1994); publicación póstuma que recoge la producción poética del Chino Valera Mora entre 1979 y 1984. Vivió en Mérida, en el barrio Belén, y trabajó en la Dirección de Cultura de la ULA con salvador Garmendia y Marcos Miliani, además de vivir en Roma, Vía Valsolda del barrio Monte Sacro, en la casa de su hermano Gilberto, estudiante de medicina de la Universidad de Roma en 1973.

Participó en innumerables recitales en la UCV en los pasillos de la Facultad de Humanidades y Educación, en diversos auditorios, y en la tierra de nadie, frente a la escultura “Maternidad”, de Baltazar Lobo. El desafuero de aquella generación que había conocido la literatura venezolana fue como una suerte de canto de amor loco que nacía en 1965, y en la que el poeta Víctor Valera Mora se presenta como un saltador de constelaciones en las que siempre su fidelidad a la razón y la pasión poética nunca cedió un milímetro frente a la cerrazón de todo tipo de opresores.

Fallece en Caracas el 29 de abril de 1984.

El Chino sigue cantado para quienes hemos seguido leyendo y compartiendo su acción poética.





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