Un suplicio sin término por Ricardo Gil Otaiza
Como todo poeta, José Antonio Ramos Sucre era sensible, pero en él esta característica era profunda y arraigada, su introspección lo llevaba al límite del aislamiento y la soledad, y sin percatarse poco a poco se desarrolló en él una propensión no tan usual entre los mortales: su ansia de desaparecer, de esfumarse en la nada, de convertirse en humo y polvo y no atraer jamás la mirada de los otros, de allí que hallaba consuelo en los versos, que lo internaban en las oscuridades del yo sin que ello se tradujera necesariamente en gozo y alegría.
En su Cumaná natal, no muchos lo conocían, a pesar de ser de una familia con cierta notoriedad, y esta ausencia social se tradujo muy pronto en una obra no muy extensa, apenas tres poemarios en vida (y uno póstumo), pero en los que dejó plasmados un desasosiego rayano en paranoia, un tormento que sus ojos no ocultaban cuando se perdían en lo insondable: en lo que no veían, pero intuían.
Era un joven guapo, que atraía las miradas, pero esto no bastó para que su vida no transcurriera en soledad. Empero, el que dedicara su libro Las formas del Fuego a Carmen Elena de las Casas, a saber, la mujer más hermosa de Caracas, no pasó desapercibido para muchos, quienes conjeturaron que en él se forjaba una pasión secreta, como muchas otras que alimentaron su espíritu, pero que jamás se concretó en una relación estable y definitiva.
Quienes lo conocieron, sobre todo sus compañeros de la Universidad Central de Venezuela (en donde se doctoró en Derecho), reconocían en él a un hombre atormentado, presa de una extraña melancolía, que lo sumía en largos periodos de éxtasis y silencio, mutismo y aislamiento, que lo llevaron muy pronto a apartarse del mundo y a no encontrar en los divertimentos propios de la juventud, espacios propicios para su incompletitud y tragedia.
Había en él una especie de temor a comprometer sus sentimientos, a dejar escapar todo aquello que lo atenazaba, a guardarse sus razones hasta el punto de permitir que corriera el rumor de que había en él una suerte de misoginia, por su forma de ver y de relacionarse con las mujeres, a pesar de la admiración que causaban entre ellas su gallarda presencia, así como una inteligencia que estaba muy por encima de la media de los de su generación.
Fue un reconocido políglota: llegó a dominar el griego, el latín, el alemán, el francés, y el inglés, cuestión que le permitió enriquecer su pluma, sobre todo desde el ensayo, y para nadie es un secreto que muchos de sus textos son densos y crípticos en extremo, lo que dio a él una fama nada favorecedora para el lector común, quien hasta en su poesía hallaba formas complejas que la alejaban de la vanagloria barata de muchos versificadores de oficio, que pululaban en calles y caminos de su pueblo, y de la capital.
El poeta vivió recluido en su propia piel, se encerró en un mutismo perturbador que muy pronto lo hundió en el dolor existencial y la adicción. El Veronal pronto apareció en su vida, y no hace falta indagar cómo cayó en su trampa, porque este barbitúrico era la moda en las élites y él lo tomó y se refugió en sus garras como una tabla de salvación en medio del insomnio.
Quería escapar de su perenne e inquietante deambular en la habitación, de su no poder conciliar el sueño a pesar del esfuerzo de la lectura y la escritura nocturnas, de cubrir su rostro con la almohada, de perderse en las calles en medio de la oscuridad en la búsqueda de un “algo” que no hallaba en medio del tormento.
En noviembre de 1929, y luego de la intentona golpista de Delgado Chalbaud, Ramos Sucre fue nombrado cónsul de Venezuela en Ginebra a la edad de 39 años, y no era de extrañar: Juan Vicente Gómez, tras la máscara de Juan Bautista Pérez (quien fungía como presidente fantoche para entonces), supo matizar su extrema ignorancia e iniquidad dejándose aconsejar por sus cercanos al echar mano de lo mejor del talento nacional, para que representara al país en los organismos internacionales. Así lo hizo con muchos otros quienes, con las narices tapadas, buscaban oxígeno fuera de la patria, con el ansia de retornar en un nuevo amanecer, que muchos de ellos no pudieron disfrutar.
Ni qué decirlo, el poeta se sintió reconfortado, pensó que el viaje le permitiría salir del hoyo en el que se hallaba, superar el insomnio y abandonar para siempre la adicción. Pero todo fue efímero, a su ya consabida melancolía que lo sumía en el mutismo y la desesperanza, pronto sumó el dolor del desarraigo y se acentuaron sus noches en vela y el desequilibrio emocional.
La gélida Ginebra quebrantó sus huesos y atizó en él su espíritu de orfandad interior, lo que lo empujó a refugiarse en la poesía y en dos autores trágicos de su preferencia: Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. Ellos fueron decisivos en su visión de la vida y en su obra, pero tenían el inconveniente de que azuzaban en él el desamparo y el quiebre interior. Ambos encarnaban en su arte el sufrimiento, la transgresión y el desencanto, y sin pretenderlo se erigieron en héroes de un hombre sumido en la más oscura de las noches.
Ramos Sucre intentó suicidarse el 13 de junio de 1930, en el Hotel de la Paix de Ginebra, echando mano de una elevada dosis de barbitúricos que lo sumió en un infierno. Fue hallado con vida y llevado a un hospital, en donde murió al día siguiente. Quienes lo veían de cerca intuían el desenlace: su dolor físico y su horror mental eran superiores a sus fuerzas. En un texto, (¿falsamente?) atribuido a él, pareciera anunciarlo a gritos: “No he podido hallar mi lugar en el mundo. Mi alma está enferma de soledad y mis noches son un suplicio sin término”.
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