Mérida, Junio Viernes 13, 2025, 06:19 pm
A la memoria del poeta
Luis Estoico
Nada resulta mejor a los lectores avezados que un buen
sofá o chinchorro para leer, junto con un buen brebaje -llámese café,
chocolate, té, cocuy, vino, entre otros tantos nombres- y un libro debidamente
elegido, junto con el olor de la hoja o de la tinta, para gozar del tiempo
libre que el exceso de brega suele hacer escasear.
Algunos lectores gozan de una exigente disciplina. Leen
un libro a la vez, toman alguna nota, preparan una clase o un conversatorio con
todo lo absorbido. Toman el mismo libro muchas veces, lo comentan, lo vuelven a
poner ahí donde quepa, dentro de una biblioteca muy polveada que apenas deja
salir sus ejemplares.
Pero la mayoría de los lectores se enturbia sin pleno
aviso, y a menudo se puede ver encima de la mesa, donde también se recibe la
visita o se come el desayuno, la montonera por revisar. Porque está muy bueno
ver un poquito aquí, curiosear otro poquito allá. Cuando se pueda, porque nunca
hay fecha límite. En el otro extremo de la mesa, una publicación en glasé
exhibe los fármacos de promoción. Una que otra publicación religiosa la
acabaron de repartir en una esquina. La computadora o el celular tienen
notificaciones con un montón de temas sin revisar. Cuesta trabajo hallar algún
nivel posible de goce lector, si siempre somos incompetentes ante un ritmo de
vida que no conoce puntos ni pausas.
No siempre el desastre nos gana.
A veces se puede descargar un libro y encontrar en éste
un nuevo panorama. A todo color, con las mejores ilustraciones posibles. Porque
el infinito lo permite. La web posee maravillas indispensables que no siempre
están allí cuandoquiera se busquen. Títulos rarísimos, obras casi joyas,
revistas que recogen un presente continuo que ignoramos. Libros robados de
dominios o editoriales exclusivas. Lo que no se puede tener de forma natural es
lo primero que se descarga.
Primero es una simple cosa en la carpeta de descargas:
apenas una foto, una planilla, un recibido. Después, entren que caben cien. Los
tesoros virtuales son inimaginables.
Luego de almacenar semejantes botines, no es tarea
sencilla decir adiós a un texto -con un nombre de archivo alfanumérico- que en
su momento resultó interesante, o a una imagen que uno supone que algún día se
podrá utilizar. Al bibliófilo corriente también le resulta duro sacar una
publicación de su inventario, una hojita de una portada suelta, o tanto peor: descubrir
que le han robado un libro.
Sólo que el descargador de oficio no sufre de duelos en
la misma medida que el bibliófilo, que puede pasar días y hasta semanas
creyendo que lo que se ha perdido no tiene remedio.
El descargador profesional, y por ende lector insistente
y virtual, puede hacerse de algunas elegantes enfermedades ergonómicas que hay
que resolver por cuenta propia, tales como esa curiosa tensión del dedo índice,
el particular traqueo de la muñeca, o el desgaste de una cervical que aguanta
cada vez menos.
Hace algunos años atrás, el descargador tenía que hacerse
aliado del insomnio. Era una especie de Prometeo millenial que robaba el
fuego de los dioses a la “nube”.
Por otro lado, las publicaciones digitales pueden reunir,
no solo un público fluctuante (receptores de enunciados) de cualquier parte del
mundo, sino también una insólita poliautoría. El criterio de tales
textos es, a menudo, mucho más abierto, y facilita a los nuevos escritores la
posibilidad de hacer llegar a los nuevos lectores lo que están haciendo. Esto
no ocurre solamente entre aficionados: muchas editoriales de larga data, y
hasta las universidades del mundo se han lanzado a la propuesta.
Una conocida autora española comenzó su oficio literario
siendo apenas una jovencita que escribía historias como a manera de diario
emotivo, y los publicaba en su blog. Empezaron a escribirle cientos de
personas, luego miles, que le hacían halagos por su singular estilo, y los
lectores le contaban anécdotas a su vez, empatizando con lo que expresaba y
sentía la adolescente. El impacto de esa conexión fue tal, que
inevitablemente lo que inició como un desahogo a partir de las redes terminó
como un oficio literario, y ahora varias editoriales importantes publican sus
cuentos, novelas y poemas. También es traductora de obras en inglés, y en este
momento es una figura de renombre mundial con apenas 32 años.
Ahora tiene su editorial propia: Manos de pan.
Recuerdo otro caso, que me parece más entrañable. Una vez
vi un buen blog llamado Vademécum poético (ya no existe) cuyo
administrador -editor y autor- era Luis Estoico, de quien supe fue licenciado
en letras en Argentina. Era un escritor joven que se dedicaba a compilar
definiciones de estrofas poéticas -clásicas y recientes-, y él mismo ponía sus
propios ejemplos. También realizaba sus propias innovaciones. Según después
leí, su estrofa favorita era el soneto. Una vez le escribí porque descubrí una
especie de octava que era parte de la antigua canzone italiana. Una octava
torrada. Nada frecuente en español.
Estoico se mostró amable y receptivo. Me contestó de
inmediato. Luego le pasé por correo una novedad estrófica que quise inventar, e
hizo la publicación en su blog. Tal vez sin saberlo, él había escrito y
compilado lo suficiente para hacer, alguna vez, un gran libro. Sin embargo, el
destino fatal y una enfermedad de la que nunca supe se lo llevaron a la
eternidad en 2015, y apenas me enteré tiempo después, cuando volví a consultar
su trabajo. Contaba con escasos cuarenta y tantos años. Alguien, con quien
seguramente trabajaba, publicó algo para despedirse del blog unos meses más
tarde.
Y de aquel oficio digital incansable no queda casi nada.
No importa, hermano: lo feliz de tanto trabajo, a pesar
de la muerte inminente, es la amistad que queda.
Muchos de sus compañeros, lo hubiesen conocido o no, aún
rescatan sus esfuerzos a través de publicaciones y comentarios en espacios
furtivos. Y me digo con pena: ojalá lo hubiese conocido mejor.
Esta es una de tantas historias por las que los espacios
virtuales, así como los de la página en físico, nos siguen develando
experiencias que valen la pena.
Dejo aquí un soneto de Luis Estoico, para que sus amigos
virtuales lo recuerden. Salud.
Permitidme, Señora... |
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